Acabo de terminar el emocionante ensayo "Castellio contra Calvino", un libro escrito en los años treinta del pasado siglo XX y que está publicado por Acantilado en castellano. Quizás el nombre de Sebastián Castellio no le diga gran cosa, desocupado lector: un humanista francés del siglo XVI que vivió y murió en la pobreza y cuyo nombre fue olvidado rápidamente al poco de morir. Su antagonista, y el hombre que consiguió oscurecer el rastro de Castellio a su muerte, fue Juan Calvino: un reformador protestante cuya doctrina, conocida como calvinismo, conoció un relativo éxito en la época y fue practicada durante siglos por centenares de miles de cristianos en todo el mundo. Lo que quizá no sepa es que Calvino, el mismo reformador que clamaba contra el fanatismo de la Inquisición católica, instauró a mediados del siglo XVI en la ciudad suiza de Ginebra una teocracia totalitaria en la que prácticamente todo lo que a él le disgustaba estaba prohibido. Fueron unos años terribles en los que cualquier discrepancia se castigaba con la vida, tal y como le pasó al aragonés Miguel Servet, con el que Calvino tuvo una discrepancia teológica. Para hacernos una idea de cómo transcurrían los días en la Ginebra de Calvino solo hay que escuchar el resumen que hace Zweig de aquellos días: "Prohibidos el teatro, las diversiones, las fiestas populares, el baile y el juego de cualquier tipo. [...] Se prohíbe a los hombres llevar el pelo largo. A las mujeres cardarse y ondulares el cabello. Quedan prohibidos los encajes, los guantes, los volantes y los zapatos abiertos. Prohibidas las fiestas familiares de más de 20 personas [...] prohibidos los brindis. Prohibida la caza, la volatería y la empanada. Prohibido, naturalmente cualquier contacto sexual fuera del matrimonio. Prohibido a los nativos entrar en una taberna. [?] Prohibido hacer imprimir un libro sin permiso. Prohibido escribir en el extranjero. Prohibido el arte en todas sus manifestaciones. Prohibidas las imágenes de santos y las esculturas. Prohibida la música [?].

Frente a toda aquella locura muy pocos levantaron la voz. Uno de ellos, demostrando que la razón suele estar en minoría y que el intelectual que es aclamado por las multitudes ha perdido ya parte de su batalla, fue Castellio. Su ataque a Calvino y su defensa de la tolerancia le causó múltiples problemas personales, pero siempre pensó que su conciencia era más importante que su bienestar personal. Falleció, ya digo, con apenas 48 años y lo hizo en la pobreza, aunque es cierto que tuvo la suerte de morir cuando ya se había iniciado un proceso de herejía contra él instigado por el integrista ginebrino.

Desde hace unos meses, los habitantes de esta aldea global llamada tierra nos venimos desayunando, cada cierto tiempo, con las atrocidades que el Daesh, el Estado Islámico, viene cometiendo en las zonas que se encuentran, en el área del Creciente Fértil, bajo su control. Movidos por una interpretación integrista del Islam en su versión sunní, los seguidores del yihadista Abu Bakr al-Baghdadi asesinan o esclavizan a los que no piensan como ellos en materia de fe. Otra vez el infierno en la tierra con la excusa de establecer en ella el reino de Dios. Ya sé que hace tiempo que la teoría de la modernización no goza de buena imagen en el ámbito de la ciencia política o de la sociología, pero a veces no dejan de ser sorprendentes los paralelismos históricos que se establecen en situaciones similares con varios siglos de diferencia. Los procesos de urbanización, cuando van ligados a crecimientos económicos sostenibles y a incrementos de la alfabetización, garantizan a medio plazo la libertad de las personas frente a las identidades que el medio en el que nacen intenta imponerles. El progreso termina casi siempre generando a medio y largo plazo las condiciones estructurales sobre las que germina la tolerancia. De esa manera, uno puede vivir su identidad, igual que su fe, de una manera personal, sin imponérsela a nadie y respetando las creencias de los otros.

Frente a los que consideran que solo ellos tienen razón, las sociedades abiertas en las que vivimos garantizan las libertades de todos y los derechos de las minorías. Porque solo garantizando a los heterodoxos su derecho a existir y a expresarse se ha conseguido que cada vez más personas vivamos mejor y más libres a lo largo de todo el planeta. Y esto es así en cualquier lugar: el caso de Calvino demuestra que no hay diferencias "genéticas" entre la Europa latina y el resto del continente: la demagogia y el totalitarismo puede cuajar en cualquier grupo humano, con independencia de sus creencias y de sus trayectorias.

Como señaló Castellio en unas de sus frases para la historia: "matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre. Cuando los ginebrinos ejecutaron a Servet no defendieron ninguna doctrina, sacrificaron a un hombre. Y no se hace profesión de la propia fe quemando a otro hombre, sino únicamente dejándose quemar uno mismo por esa fe".

Un argumento imperecedero que hoy en día, casi quinientos años después, conserva aún toda su vigencia.