C uánta importancia le concedemos al aspecto. En demasía al externo y muy poco al interno. Como este último no se ve, qué más da, cuando debería ser al contrario. El aspecto es algo que ha preocupado a los seres humanos casi desde que el mundo es mundo o, quizá, desde que el espejo les devolviera su propia imagen. En las civilizaciones antiguas tenía mucha importancia. Mujeres y hombres por igual, a pesar de su fama de guerreros, se cuidaban sobremanera. Grecia, Egipto, Roma dieron buenas muestras de ello.

Son famosos los baños de leche de burra que tomaba la emperatriz romana Popea, mujer de Nerón, cuya tez maravillosa es alabada por Tácito y Suetonio. La leche de los animales siempre ha gozado merecida fama. Pero no solamente se empleó entre los antiguos como detergente para la limpieza y el cuidado de la piel, también durante todo el Renacimiento y el siglo XVIII tuvo un gran predicamento. Madame de Warrens, amiga maternal de Rousseau, se lavaba la tez con leche lo mismo que Ninón de Lenclos y madame de Récamier, conocida dama francesa cuyo salón se convirtió en uno de los más célebres de París durante el Consulado, aquel periodo de gobierno de Francia comprendido entre la caída del Directorio y el Imperio.

Los baños de leche, ahora en desuso, afortunadamente, pobres burras y otros parientes de cuatro patas si la moda o quizá costumbre se hubiera mantenido hasta nuestros días, tuvieron una enorme aceptación debido al contenido vitamínico y de biocatalizadores cutáneos de la leche y a su poder limpiador. Una famosa de nuestro tiempo, de aspecto impecable, a la que le adjudicaron este tipo de baños, por su piel envidiable, fue Isabel Preysler, otra vez en la cresta de la ola gracias a su emparejamiento con el Nobel Vargas Llosa. Los baños de leche formarán parte siempre de esa leyenda que se ha tejido en torno a la mujer de Boyer.

Qué tendrá el aspecto que cuenta con legión de víctimas, los "aspect-víctims" que como las "fashion victims", en cuestión de moda Victoria Beckham es el mejor ejemplo, viven por y para su aspecto invirtiendo en él, cuántas veces, lo que no tienen. Nada nos gusta más que nos hablen del buen aspecto que tenemos. Aunque, como todo, no hay que pasarse y, en todo caso, tomarse el que cada cual proyecta con las dosis necesarias de buen humor. Recuerdo una anécdota muy elocuente protagonizada por el poeta francés Paul Valéry. Al autor de "La joven parca" y "Álbum de versos antiguos", hombre desgarbado y de aspecto reñido con la estética, le decía una señorita: "Cuando le veo por la calle me figuro que usted lo es todo menos poeta. Su aspecto no hace pensar en un elegido de las musas".

"Tiene usted razón, señorita -replicó Valéry- pero es que yo soy de la poesía secreta".