Los antiguos dioses solían bajar a la tierra. De tarde en tarde. Yacían con las mortales hembras y regresaban al monte Olimpo.

Los de hoy viven en Bruselas, Washington y Fráncfort, visten trajes oscuros, se desplazan en vuelos privados y no beben ambrosía. Más bien bebidas isotónicas o, si acaso, agua mineral sin gas. Son la UE, el FMI y el BCE que también joden al ciudadano sembrando dudas sobre las deudas soberanas.

¡Parece que fueran escritas ayer las grandes tragedias griegas! La crisis de las ideologías, la falta de referencias, el fin de las utopías o la desconfianza respecto a los rectores públicos son temas de actualidad que ya se representaban en el ágora de Atenas hace 2.500 años. Y es que el conflicto entre hombre y poder continúa.

El drama que se representa en la Grecia de hoy es una nueva tragedia digna de Eurípides, aquel visionario que reflejaba en sus obras el cambio moral que se producía en la convulsa Grecia del siglo V a.C. haciendo peligrar valores, hasta entonces inmutables, como el estado, la cultura o la religión.

Pero su obra no se limitaba a expresar la degradación del país metido de lleno en la guerra del Peloponeso. Iba más allá. Su indignación anticipaba la decadencia de todo un imperio.

Nada ha cambiado. Desde su particular Olimpo, esta vez entre una nube de cámaras y flashes, los nuevos dioses sitúan a los griegos en una nueva encrucijada: o aceptan o no aceptan las condiciones de los acreedores.

Las consecuencias de su decisión serán, en cualquier caso, extremadamente duras. De aceptarlas tendrán que soportar una austeridad espartana durante quién sabe cuánto tiempo. El no aceptarlas supondrá, según dicen, la quiebra helena.

Todo igual que ayer. La misma tragedia. Dioses corrompidos por las pasiones y hombres enfrentados a su destino. Tan solo faltaba el coro que recitase al protagonista las desgracias que le amenazan. Que advirtiese al héroe, en este caso a todo un pueblo, de que si el país no controla la deuda, la deuda acabará controlando a Grecia.

Hace meses lo tenemos. Se llama Syriza, y Alexis Tsipras es su corifeo.

El pasado domingo los sufridos ciudadanos griegos entraron en acción con toda la fuerza de los votos. Aceptaron su destino y las urnas dijeron lo que tenían que decir.

Se acerca el final de la obra.

En tanto llega el momento de los inevitables acuerdos entre Gobierno heleno y acreedores, esperemos la obligada catarsis. Esto significará que, sea cual sea el resultado, todos habremos salido fortalecidos.

Confiemos que así sea y, lo que es más importante, que la representación termine satisfaciendo a la señora Merkel.

Esperémoslo, por la cuenta que nos tiene.