Llega el verano y con él un fantasma terrorífico. Todos los años ocurren por millares los desoladores incendios que aminoran la masa forestal que ha ido a la baja de una manera escandalosa. ¡Qué lejos quedan aquellos tiempos en los que un geógrafo clásico dijo que "en Iberia una ardilla podría viajar de árbol en árbol desde los Pirineos hasta la punta de Tarifa"! Hoy esa ardilla tendría que sentirse muy feliz viendo sustituido su normal medio de transporte por la nueva medida del AVE. Las necesidades alimentarias han ido aumentando los campos de labor y los pastos para el ganado, con la consiguiente desaparición de ingentes masas arbóreas.

Es doloroso, sin duda, el espectáculo que produce la desaparición del árbol. Pero hay que considerar el incontestable beneficio que supone la sustitución por alimentos para el hombre y los animales, que, a su vez, servirán, de una u otra manera, para alimento humano. Es un ejemplo del orden establecido en la creación del mundo: todo el conjunto de cosas creadas se coronó con la aparición del hombre-rey, a cuya disposición puso el Creador ese mundo creado antes. La vida y el regalo del hombre regirían el acontecer universal.

Pero parece un contrasentido que el mismo hombre, por aprovechamiento mal calculado o por descuido en utilizar el fuego para armonizar el servicio del campo, no se conforme con ir destruyendo los bosques, sino que también queme, al intentar aprovechar el rastrojo, parte de los campos restantes y otros elementos convenientes para su vida.

Cada año en España se van tomando medidas para evitar los incendios estivales; pero se produce la desgracia de que esas medidas resultan ineficaces y los incendios se suceden sin que la diferencia se produzca suficiente. ¿Será que la práctica no responda a la teoría y los encargados de evitar los incendios no pongan a contribución su desvelo para evitar el incendio que arrasa el monte y, también, otros elementos del bienestar humano? Tal vez -como ocurre en otras muchas cosas- sea la deficiente vigilancia el enemigo declarado de una teoría muy bien dirigida.

Un excelente ejemplo de esta bien intencionada teoría es la decisión de la Junta de Castilla y León a través de su Consejería de Medio Ambiente. Comienza con una alerta firme, teniendo en cuenta las condiciones meteorológicas de la primavera y las posibles actuaciones del calor y el viento a lo largo del estío. A continuación señala el ámbito de aplicación de las medidas, fijando el monte y 400 metros de franja rural. Y de una manera detallada prohíbe el uso de barbacoas, ahumadores en el caso de los apicultores, y el uso de maquinaria que, aunque esté autorizada, genere fuego. Se especifica aludiendo a los "sopletes, soldadores, radiales, entre otras". Y, como excelente complemento, suspende las autorizaciones "de lanzamiento de cohetes y artefactos que contengan fuego".

Por si lo anterior fuera poco, se dirige a todos los ciudadanos pidiéndoles que sean prudentes y observen la máxima precaución en actividades al aire libre y, algo muy importante, aunque los ciudadanos seamos normalmente bastante descuidados: recomienda que se avise, a través del 112, "de la existencia de posibles incendios forestales". Creo que la mayor parte de los españoles usamos con demasiada frecuencia esta frase, cuando circulamos por lugares especiales: "Este objeto (una botella, por ejemplo) podría ocasionar, dada la sequía de la hierba, un incendio que atacara este monte"; y esa reflexión, tan acertada y recomendable, se queda ahí, sin que seamos capaces de formular una llamada a Medio Ambiente.

Creo que la Junta, tan acreedora, a veces, de repulsa y crítica, en este caso se hace acreedora al elogio más elocuente. Solo falta que la teoría se lleve a la práctica en una actitud vigilante para que las personas a quienes competa lleven a cabo una acertada ejecución.