Casó la abuela Inés con Gregorio. Buen mozo. Altivo. Enjuto y seco. Nació en Losilla de Alba y, durante su juventud, ejerció un par de meses como aprendiz de alfayate en Zamora pero la experiencia entre paños y tergales no fue de su agrado de modo que volvió al pueblo por labrarse un porvenir.

Por aquel entonces, la abuela Inés acababa de firmar un contrato con el Consejo de Educación de la Escuela. Nada especial. Lo habitual antes de tomar posesión.

A partir de ese momento le quedaba terminantemente prohibido fumar cigarrillos. No vestiría ropa de colores brillantes ni se teñiría el pelo ni se pintaría los labios. No estaría fuera de su casa a partir de las ocho de la tarde y, bajo ningún concepto, abandonaría el pueblo sin permiso del presidente del Consejo de Delegados. Quedaba, también, obligada a usar, al menos, dos enaguas.

Comenzaba el siglo XX.

En poco tiempo, aquel joven apuesto recién llegado de la capital enamoró a la maestra. Su prestancia y palabra fácil ayudaron al acercamiento. Se casaron y, desde el principio, asumió con dignidad el papel de consorte en la sombra. Un paso, siempre, por detrás de Inés.

Los constantes cambios de destino de su mujer provocaron que durante años no tuviera oficio estable. Fue bien entrada la madurez cuando, por una serie de razones que no vienen al caso, encontró su verdadera vocación. ¡Quién lo habría de decir! Don Gregorio, el marido de la maestra, reciclado en perfecto sacristán.

No sabía latín pero recitaba las preces como el más brillante licenciado. Conocía la liturgia casi tanto como el sacerdote al que ayudaba y, a falta de estudios sobre armonía, nadie como él para dar a la antífona el sonsonete que requería. Incluso se atrevía con el viejo armonio, y eso que en su vida vio un pentagrama. Ni falta que le hacía.

"Está desafinado", solía decir en tono solemne cuando los parroquianos le preguntaban por los chirridos de aquel extraño artilugio que sonaba pulsando cualquier tecla.

Con Inés y Gregorio comenzó una saga. De los siete hijos que tuvieron, sobrevivieron cuatro. Eduardo, maestro de Primera Enseñanza, fue el primero. Manolo, que optó por la carrera militar, el segundo. A continuación María Cleofé, con el carácter firme y tolerante de la madre y por último, Maximino, el benjamín.

Todos inspiraron su conducta en los principios éticos de los padres. De ellos aprendieron que la honradez es irrenunciable. También, el valor del esfuerzo, la constancia y el compromiso. Los cuatro formaron sus propias familias y acabaron convertidos en referente para los más cercanos.

Sirvan estas líneas para rescatar sus biografías del olvido del cronista de palacio. La de ellos y la de todos aquellos a quienes jamás veremos en los libros de Historia.

A falta de trovador que cante sus hazañas, sean mi homenaje a tantos héroes anónimos como nos han precedido. Hombres y mujeres. En tiempos de penuria. Dispuestos, siempre, a todo a cambio de casi nada...

Años atrás, cuando la abuela Inés llegó a Tábara, España estaba hecha jirones. La maldición cainita la había dejado desangrada. El país era inmenso cortijo desnutrido recién acabada la Guerra Civil y el dictador, con la bendición del cardenal primado, desfilaba en la procesión del Corpus Christi de Toledo junto a la custodia y bajo un palio que?, pero no sé por qué me da que estoy divagando. Esa es otra historia. Ya habrá tiempo de contarla.