Me decía hace unos días un mayor: pronto seremos nosotros los que estemos como los griegos. No lo sé, la verdad. No soy, para nada, experto en economía, aunque algo he ido aprendiendo estos años de crisis de los focos de las desigualdades. Pero cierto que Grecia no es reconocida en el exterior por las grandes empresas que se extienden por el planeta. Grecia es realmente conocida por la cultura helenística, la filosofía, el origen de las olimpiadas, las ruinas clásicas y la cultura democrática.

De esto último es de lo que quizá hablaba mi paisano al referirse a la reciente tragedia griega. A esto es a lo que hemos sucumbido paso a paso desde la década de los ochenta. Las políticas europeas se han encargado progresivamente de ir destruyendo los cimientos de la civilización occidental. Comenzaron por dar más valor al tener que al ser y así cedimos el poder al mercado y al consumo. Atrás fueron quedando aquellas ideologías que ponían su acento en el ser humano por encima de las cosas materiales como administrador máximo.

Lo siguiente fue quitar a Dios de la esfera pública. Curioso, más ahora que las últimas teorías pedagógicas y filosóficas le reservan un espacio esencial en la vida interior del hombre del siglo XXI. Con el fin de Dios había que buscar a alguien que ocupase su lugar. Y de ello se encargaron prohombres junto a algunas actividades humanas. Unos y otras se alejaron de la ética y con ello perdieron el horizonte de sentido de las cosas que hacían.

La historia continuó al generar una eterna confusión terminológica entre aconfesional y laico. Cuestión que sigue ocupando ríos de tinta pero que solo ha servido por aumentar la brecha entre quienes entienden al ser humano como centro y quienes pretenden desbancarlo del lugar que le ha correspondido desde el origen.

Por ello creo que hemos iniciado el camino de la rendición y no parece tener marcha atrás. La Europa cristiana, y no hablo de cristiandad, debió luchar por conceder al ser humano el lugar predominante sobre el resto de las cosas. Pero ha hecho lo contrario, convertir al hombre en un producto más del mercado, comprable y vendible sin atender a las hondas preocupaciones interiores. Nada de esto habría pasado si el hombre gobernase su propia existencia y no se hubiese prostituido a las grandes tentaciones de la actualidad, el poder, el prestigio y el dinero, especialmente a este último, ante quien nos hemos arrodillado para rendirle honor.