Poco o nada ayuda a reducir la brecha abierta entre la ciudadanía y la política el debate en torno a la remuneración de alcaldes, presidentes de Diputación, el número de concejales y diputados adscritos al régimen de dedicación exclusiva o los emolumentos que deben percibir los representantes autonómicos. Después de varias legislaturas, este asunto, más sensible si cabe desde la crisis de 2008, sigue sin estar resuelto e, incluso, se ha convertido en el principal escollo para alcanzar acuerdos en varios ayuntamientos.

Sin menospreciar la autonomía de las corporaciones locales y de los parlamentos regionales, lo que no se comprende a estas alturas de la democracia es que la fijación de los respectivos sueldos públicos no responda a criterios de proporcionalidad y responsabilidad. Convendrán conmigo en que es un sinsentido que el presidente del Gobierno de la nación perciba, por ejemplo, mucho menos que el presidente de Cataluña. Como tampoco es de recibo que haya concejales que cobren más que el regidor o procuradores y consejeros que superen en nómina al presidente de la comunidad autónoma. Así las cosas, la polémica renace cada cuatro años fruto de ese desaguisado protagonizado por una clase dirigente que, sin darse cuenta, acaba ofreciendo una imagen torticera y egoísta de lo que debería de ser el ecuánime reparto de las legítimas percepciones salariales. Torpe lectura la que hacen unos y otros a propósito de una cuestión que, de manera equivocada, se aborda como una simple prebenda que, además, no entiende de ideología y color político. La demagogia de la que hacen gala en función de si ocupan la oposición o el gobierno evidencia la rampante actitud de quienes confunden el servicio público con el desempeño de una profesión casi vitalicia.

Con estos mimbres, no es de extrañar que la gente asuma con dificultad cualquier revisión salarial que afecte a sus señorías. La patata caliente no la quiere coger nadie y, así, acabarán quemándose ellos mismos.