Las jornadas de reflexión, como la de ayer, están sujetas a numerosas y variopintas interpretaciones y valoraciones. Hay quien siempre las consideró superfluas y quien cree que es ahora, con Internet, redes sociales y demás, cuando sobran. ¿Para reflexionar hace falta estar veinticuatro horas en silencio y alejados de la matraca de los mítines? Creo que no. Es algo similar a la hipocresía de la precampaña. Se tiran semanas y semanas organizando actos, reuniones, etcétera y resulta que la única diferencia con la campaña propiamente dicha es que no pueden pedir directamente el voto. Mira qué bien. Habría que revisar y poner al día la normativa porque se está quedando caduca. Quizás en la próxima Ley Electoral, que llegará un siglo de estos o cuando voten los futuros colonos de la luna. Paciencia.

Hice varias campañas electorales montado en el autobús de un candidato. No es un plato de gusto, pero sí muy enriquecedor. Cientos de kilómetros (muchos por carreteras tercermundistas), quince días fuera de casa durmiendo poco y comiendo mal y a deshoras, cinco o seis crónicas radiofónicas diarias mandadas, a veces, en circunstancias circenses (recuerdo una desde El Tiemblo de pie, en el rellano de una escalera por la que subía y bajaba gente al restaurante y yo dando voces por el único teléfono del establecimiento), envío de testimonios del candidato sobre otros temas de actualidad, paseos insulsos por mercados y calles, broncas con el entorno del líder, insultos de algún descerebrado que nos culpaba de los males del partido y de España entera, fallos en grabaciones o magnetófonos que se cargaban el curre del día?. en fin, que si alguien nos preguntaba qué íbamos a hacer durante la jornada de reflexión, todos los periodistas de la caravana contestábamos: "Dormir, coño, dormir". Pero no descansábamos bien. Era tanta la fatiga acumulada y tanta la tensión que nos aguardaba el día de las elecciones que yo nunca pasé de las cinco horas de sueño. O sea, que para mí la jornada de reflexión equivalía a un intento de relax y un esfuerzo baldío por reducir las ojeras.

Les cuento esta experiencia personal porque esos viajes me permitieron también pulsar la opinión de mucha gente sobre el valor y el impacto de la jornada de reflexión. Uno, en un pueblo de León, me aseguró que él utilizaba la jornada de reflexión para quemar todas las papeletas que le habían llegado por correo a casa. "Las echo a la lumbre, las veo arder con deleite y, al día siguiente, voy a votar como en barbecho, es decir, como si partiera de cero". El buen hombre me aconsejó que siguiera su ejemplo.

No lo he hecho. Entre otras razones porque suelo desprenderme enseguida de la propaganda electoral que llega a casa. Me gusta ir "desnudo" al colegio electoral y coger allí la papeleta.

La anécdota que más me impresionó fue una vivida en Soria. Al acabar un mitin matutino se acercó al corrillo de periodistas un hombre entrado en años. Su cara y sus gestos emanaban tranquilidad, aplomo, sosiego. Tenía ganas de charla así que pegamos un poco la hebra. Me dijo que solía acudir a todos los mítines, fueran del partido que fueran para palpar los ambientes, cotejar declaraciones y propuestas y hacerse sobre el terreno una idea de lo que exponía y ocultaba cada cual. Rechazaba las descalificaciones y las bromas de sal gruesa, odiaba los aplausos fáciles y la demagogia barata y siempre se quedaba con alguna frase que le hiciera pensar. Y llegaba, claro, la jornada de reflexión.

-¿Sabe usted a qué la dedico desde que pude votar?, me preguntó.

-Usted dirá, pero me parece que, por su expresión, va a ser interesante.

-Pues mire, sí; me paso el día de reflexión pensando que mi voto, el mío, va a ser decisivo. Sueño que la papeleta que yo meto en la urna es la que inclina la balanza, la que determina el futuro. Lo llamo el voto soñado y, al menos durante un día, me siento la persona más importante del mundo, la que tiene en sus manos el manojo de llaves que abren y cierran infinidad de puertas.

Al ver mi cara de sorpresa, me invitó a que yo hiciera lo mismo. Lo hice. Y les propongo que ustedes también lo hagan alguna vez. Verán qué sensaciones.

La charla con el soriano fue un antídoto contra las ganas de abstenerse. Nunca entendí la abstención voluntaria. Tras esa conversación, menos. Sigue siendo válida esa regla que dice: si no vas a votar, no tienes después derecho a quejarte ni a despotricar. Pues eso. Piensen que su voto, el voto soñado, es decisivo y hoy no se queden en casa.