Europa cada vez es más vieja y sus familias tradicionales tienen menos hijos que las inmigrantes. Poco a poco, se da un nuevo perfil demográfico en Occidente, en donde comienzan a hacerse visibles, cada vez más, miles y miles de creyentes musulmanes, algo que nos gusta poco porque importan otras costumbres sociales y actitudes.

En Europa hay cerca de veinte millones de musulmanes, no todos ellos procedentes del exterior; un buen grupo de ellos ha nacido dentro de las fronteras de la Unión Europea y, por lo tanto, son europeos. Pero su religión y su cultura es otra, proceden del lugar de sus ancestros, de antiguas colonias de la época del imperialismo o de otros países, que han visto en el continente un lugar donde prosperar y conseguir una vida mejor. El ritmo de su crecimiento vegetativo va en aumento. Se estima que para 2030 pasen de ser 45 millones a 60, alcanzando a convertirse en el 10% de la población en Alemania, Francia, Gran Bretaña o Suecia. Pero no parece que estemos preparados para asimilarlos ni para que ellos se integren. Tampoco se han dado políticas muy activas a este respecto, salvo el exigirles que se acomoden a nuestras costumbres. Si quieren vivir en Europa que se adapten, es lo que se escucha. Esta imposición puede ser la reflexión más gráfica de tanta incomprensión por nuestra parte. Pero no es tan sencillo. Europa se ha desarrollado en derechos y valores, el mayor ejemplo radica en el éxito del polémico y tristemente conocido semanario satírico "Charlie Hebdo", que sería inimaginable en un país musulmán. Para un creyente en la fe de Alá su tratamiento de la figura del profeta Mahoma es insultante, al margen de la legislación, es visto como un ataque personal a su religión. La libertad de expresión ampara al semanario pero luego está la capacidad que tenemos como seres humanos de respetar la sensibilidad religiosa o humana de las demás personas. El atentado en París contra el semanario no ha hecho más que abrir un enorme foro de debate ante el temor que ha suscitado que dos franceses acabaran cometiendo tal atrocidad.

La nueva novela del controvertido escritor Michel Houellebecq, "Sumisión", acerca de que un musulmán gane las elecciones a la presidencia de Francia e imponga la ley islámica, no ha hecho más que encender más los ánimos. Clamar por la tolerancia no es suficiente porque la reacción de ciertos grupos radicales contra mezquitas nos desvela que hay salvajes en todas partes. Europa teme despertar un día y observar cómo un velo cubre su rostro. No obstante, eso no sucederá de la noche a la mañana, ni así, tan siquiera. En Francia, el 73% de la población gala tiene una mala imagen de los musulmanes? la acción terrorista de los hermanos Kouachi ha hecho disparar el recelo. Pero no todos los musulmanes son potenciales yihadistas.

Viven, estudian y trabajan como gente normal y en su privacidad y lugares de culto practican su religión. En su mayor parte son respetuosos con las leyes. El problema es que Francia, por tradición, es un país laicista. Fue de los primeros en los que se tomaron medidas muy duras contra aquellas mujeres que acudían con velo a las escuelas. Pero poco o nada sabemos sobre cómo funciona esa comunidad. Trabajan a destajo por sacar adelante a sus familias como lo hemos hecho en Europa desde el principio de los tiempos, pero viven en comunidades cerradas, se refugian entre sus iguales. La excepción son los futbolistas de fama mundial pero no son esos los que nos preocupan ni nos causan temor sino cuando miles de jóvenes, nacidos en Europa, se presentan voluntarios a la llamada de la yihad en Siria e Irak.

No se han sentido parte de su país sino que han sido atraídos por la firme convicción de que el Islam, con su carácter universal, reclamaba sus servicios. No lo han dudado aunque eso significara combatir y matar a otras personas. En Alemania, como en el país galo, hay una enorme desconfianza hacia los musulmanes. La mayoría son turcos. Es una comunidad que tampoco se ha visto aceptada. Cada año regresan miles a Turquía. De hecho, un alto porcentaje de alemanes prohibiría la entrada a inmigrantes de esta cultura. El éxito del movimiento islamófobo Pegida es un claro ejemplo. Es por eso que tienen menos posibilidad de encontrar empleo, reprobándoles incluso por vivir de las ayudas públicas de forma abusiva (aunque no sea verdad), como sucede en España. Optan a empleos poco cualificados (lo que impide una perspectiva loable de promoción social), no es fácil tampoco para ellos sortear la barrera de la discriminación. Si bien, hay notables excepciones como el alcalde de Ámsterdam, Ahmed Aboutaleb, de origen marroquí, muy querido en la ciudad y que encarna a un musulmán diferente. Pero un grano de arena no hace desierto. En general, casi un 40% de los belgas considera incompatible la cultura occidental y la islámica.

En Suiza, otro caso, se impidió que se construyeran minaretes en las mezquitas. Cierto es que ante lo sucedido en París, este aire revuelto no propugna un debate templado sobre las políticas que habrían de impulsarse desde las instituciones a favor de una sociedad multicultural. Pues no se trata de que los inmigrantes se adapten sin más, porque es ahí donde surgen las fricciones y las tensiones sociales. Es hora de que se observe la cuestión con nuevos parámetros. Tenemos un eficaz instrumento en nuestras manos como sigue siendo la escuela a la hora de asumir esta problemática. No queremos que nuestras vidas cambien. Pero estamos obligados a ello. Nuestra cultura democrática nos obliga a tender puentes, no vivimos solos ni podemos exigir que otras culturas se subordinen a la nuestra como si Europa no hubiese vivido guerras y tremendos conflictos. La Historia está ahí para hacernos recordar los totalitarismos. Si Europa quiere encarar con garantías dicho desafío ha de ser valiente pero eso comporta permitir que los musulmanes puedan aspirar a todo como cualquiera de nosotros.