El emperador Carlos V hizo diez viajes a los Países Bajos, nueve a Alemania, siete a Italia, seis a España, cuatro a Francia, dos a Inglaterra y otros tantos a África. Nunca faltó un enano a su lado.

El enano "prínceps" de Carlos V fue Perico Sant'Erbas.

"Era un hombrecito de rostro liso, enjuto, cetrino, de cabello espeso y modales sosegados cuando hablaba a solas con el emperador, nervioso si había alguien más delante, e inexistente al encontrarse a solas, pues quien fue a buscarle y dio con él en esa circunstancia, dijo haberle hallado siempre inmóvil, sentado en un escabel, con el codo bien apoyado en la rodilla para que la mano diestra sostuviera sin titubeo el peso de la cabeza que, ladeada, mantenía la mirada fija en el rincón más denso en tinieblas del cuarto que le servía de refugio y que en todo lugar era el más vacío y peor ventilado de cuantos el emperador suponía a su alcance y disposición". (Chamorro, 1991).

Puesto junto al emperador cuando todavía era joven, ya no le abandonó hasta el retiro de Yuste.

En cierta ocasión, Sant'Erbas topó con el príncipe Felipe en un pasillo del palacio de Bruselas. Si alguien era aficionado a enanos, ese era el gran Felipe, gustando casi en exceso de la compañía de los mismos, hasta el punto de que su padre le había aconsejado se moderase, respetando en extremo al enano. Lo cierto es que el príncipe quedó, en el encuentro, impávido e inquieto y, sin saber qué hacer ni qué decir ante el enano, quedose inmóvil en el sitio, con una apariencia entre altanera y asustadiza.

El enano entendió el mensaje irradiado por el príncipe y, quitándose la gorra, con la más zalamera de las sonrisas y la más ensayada de sus reverencias, le saludó diciendo:

"Señor de Todo".

Enanos hay junto a los reyes en todo momento, pero en especial parecen haberse buscado como compañía para príncipes e infantes en su menor edad.

De hecho, desde una enana de la reina que merecía los requiebros de mosén Hernando de la Torre, a mediados del siglo XV, a Nicolasito de la Torre que vivía todavía a comienzos del XVIII, los 200 años en que reinó la Casa de Habsburgo en España están llenos de estos prodigios de pequeñez.

Así -nos dice Fernando Bouza en su magnífico ensayo "Locos enanos y hombres de placer en la Corte de los Austrias"-, enviado por la infanta Isabel Clara Eugenia a Castilla en 1605, Bonamí se convirtió en un regalo para el recién nacido Felipe IV.

Era Bonamí tan pequeño, que contaba la historia que un caballero "en un tapiz lo dejó colgado por un alfiler".

Soplillo vino desde los Países Bajos, acompañando a Alberto Struzzi. Este enano ha pasado a los anales literarios porque representó al escudero de doña Isabel de Aragón en el papel de Amadís de la Comedia de la gloria de Niquee que Villamedina escribió para las fiestas del 17 cumpleaños de Felipe IV. La tradición de recibir enanos de Flandes se mantuvo viva a lo largo del siglo XVII con Nicolasito, enviado a Carlos II por el duque de Villahermosa, y Luisillo, tan alabado por su gentileza por Madame de Villars en 1679 y que acompaña a Carlos II, María Luisa de Orleans y Mariane de Austria en el auto de Fe celebrado en 1680 en la Plaza Mayor de Madrid de Francisco Rizzi.

Otro enano famoso en la Corte de los Austrias fue Estanislao, magnífico cazador según Felipe II notifica en una carta a su hija Catalina Micaela en 1586.

Carl Yusti -señala Fernando Bouza-, supuso que Estanislao había sido regalado a Carlos V por Segismundo de Polonia, aunque la primera referencia documental de un pago que de él se encuentra es del año 1562, cuando se le cita como enano de su majestad en las cuentas de la casa de don Carlos. Remontándose a 1553, aparece de un retrato suyo entre los cuadros de la cámara del príncipe Felipe, a cargo de Gil Sánchez de Bazán.

También polaco era Domingo de Polonia, llamado el Mico de los duques de Alba, que aparece en las cuentas de la casa del príncipe don Carlos entre 1559 y 1565, cuando es devuelto de Valladolid a Alba de Tormes y vivía a medio camino entre el palacio y la casa de sus señores.

Junto a enanos franceses, polacos, alemanes e ingleses, hubo en la corte un buen número procedente de Italia y Portugal.

Felipe II pasó con varios enanos a Inglaterra cuando se casó con María Tudor, y que Tomasina, la enana de Isabel I, también era española.

Enanos, bufones, truhanes, sabandijas de palacio, etc?, son para muchos sinónimos; aunque hay quien marca diferencias.

El retrato clásico del truhán parásito de palacio lo define bastante bien Francisco Santos, en su "El diablo anda suelto", donde surge el bufón embozado con la capa de engaños y trampas que urdió de vivo, y con la que "quité pesares, di alegrías, entretuve al tiempo, fui querido y buscado, lucí y medré y llegué a puertas, donde granjeé alhajas y hacienda, hice a muchísimos bobos sin saberlo yo, pero no puedo negar la verdad aquí, donde la dice la boca del condenado: fui bufón".

Chamorro diferencia "enano" y "bufón", afirmando que un bufón es el hombre que busca interpretar el papel de enano, y a veces lo consigue si el talento y el ingenio acompañan a un anhelo tan extraño y singular, pero tan revelador de lo que el enano viene a ser o es, al fin y al cabo.

El bufón -sigue diciendo Chamorro-, busca encarnarse en enano. Es un hombre aterrado por la incertidumbre de la vida o por la certidumbre de destino, que busca una máscara tras la que escabullir no ya su rostro, sino también su cuerpo y condición. Es capaz de mutilarse para lograrlo o remedar un achaque o un defecto físico que lo empequeñezca ante los ojos de quienes quiere ocultarse. Se hace cojo o corcovado, se agita en contorsiones o corvetas, aprende a echar espuma por la boca y a poner los ojos en blanco durante largo tiempo; se viste de colores chillones y se cubre de campanillas.

El enano guarda los secretos del rey. El bufón persigue los secretos de quienes rodean al rey, para usarlos contra quienes manifiesten la más ligera predisposición a acusar al bufón de alguna de sus muchas bellaquerías e inocuas mezquindades.

También hay muchas alusiones a la carnalidad y al placer en el oficio de truhanes y chocarreros, algunas veladas, otras evidentes. Quevedo los condena como vendedores de su propio cuerpo, "porque el que no se deja arrancar los dientes por dinero, se deja marcar haces en las nalgas o pelar las cejas". Villalón los pinta esclavos de la comida y de la bebida, orgullosos de su suciedad e impúdicos de su obra y palabra.

Típico de la iconografía bufonesca es el gorro de cuernos en clara alusión a la debilidad del hombre que ha sido burlado por su mujer o que ha consentido en su propio engaño.

Precisamente, el perfil pecaminoso de los bufones los ha hecho cómplices de las aventuras libertinas de los monarcas, siendo corriente en la literatura de la época que el truhán ejerza de madre celestina de los amores de su amo o que es padre de un burdel.

En cualquier caso, a los reyes divertía la presencia de estos personajillos: jugar con enanos fue una diversión muy habitual en palacio -recuérdese que Perejón fue retratado por Antonio Moro con unas barajas en la mano (aunque Perejón no fuera enano, sino bufón).

"Desde luego, el rey trató con especial cariño a aquellos que le divertían -nos dice Fernando de Bouza-; como se desprenden de la lectura de las cartas que Felipe II envió en 1581 desde Portugal a sus hijas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, y que están llenas de las andanzas de Luis Tristán, Magdalena Ruiz, Agustín Profit o Sancho de Morata".

En una de ellas, el rey le escribe a sus hijas refiriéndose a Magdalena Ruiz:

"Mucha envidia le tiene Magdalena a las fresas y yo a los ruiseñores, aunque algunos pocos se oyen algunas veces de una ventana mía". Y desde luego no "escapaban" mal estas "sabandijas de palacio", a la confianza de sus amos. Las sumas que vemos pasar por las manos de algunos miembros de la gente del placer palaciega son, desde luego, mucho mayores que las que en principio podría pensarse que están en disposición de manejar (Bouza). El enano Montaña llegó a prestarle al embajador francés Fourquevaux el dinero que se necesitaba para enviar un correo de Madrid a París en 1568. Magdalena Ruiz pudo dar hasta seiscientos ducados de dote a la hija que había entrado en religión y en su testamento estipula que se le pase una renta anual vitalicia para su mantenimiento y que esta sea sacada del fruto de los bienes que deje al morir.