Entre los numerosos correos electrónicos que me llegan hay uno que transmite un hecho que se puede considerar «milagroso». En la ciudad de Santa Fe, Nuevo México, Estados Unidos, existe la Capela Loretto, construída hacia finales del siglo XIX, que se ha convertido en centro de peregrinación, para unos; o visita turística, para otros, hasta llegar a los 250.000 visitantes por año. Y el objeto que ocasiona tal éxito es una escalera. Según se relata, las monjas echaron de menos una escalera para subir a la parte superior de la capilla. Para solucionar su problema, oraron fervientemente durante nueve días, pidiendo al carpintero san José un carpintero que construyera una escalera. El noveno día, llamó a su puerta un señor que les dijo que él era carpintero y podría construirles la escalera. Se encargó de ello, él solito, y, sin clavos ni pegamento construyó la escalera; terminada, desapareció sin dejar vestigio alguno y -por supuesto- sin cobrar nada. Vista en las imágenes, la escalera, de 33 escalones -la edad de Cristo- es perfecta y totalmente «voladiza».

Dejando a un lado la leyenda, que atribuyó la construcción al mismo san José, nos quedamos con las tres razones, que, aducidas por arquitectos, ingenieros y científicos, como verdaderos misterios, parecen llevar al milagro a las personas que crean en estas alteraciones de la ley natural asignadas al poder divino: el primer misterio es el de la persona que, sin ayuda alguna visible, construyó la escalera y ni siquiera requirió su merecida paga. La segunda circunstancia extraña es cómo se consigue un perfecto equilibrio sin soporte central alguno. Y el tercer motivo de extrañeza lo constituye la madera. El concienzudo análisis revela que la madera empleada no responde a nada parecido en la región.

Estos datos, unidos a los que aportan las monjas, de las cuales no se puede dudar, ya que no los han empleado -según parece- para beneficio en pro de su acción evangelizadora, aunque sí puede servir para obtener emolumentos cuantiosos que favorezcan su propia supervivencia. No puede negarse que, por vía de cuota de entrada o, simplemente, gracias a las limosnas que los visitantes pueden practicar, las monjas dueñas y servidoras de la Capela Loretto, pueden obtener esas cantidades; pero eso no viene al caso. Lo importante es el hecho de que allí hay una escalera, cuyo constructor, cuyos materiales y modalidad de construcción son verdaderamente sorprendentes y no explicables de forma natural.

Sí es por completo aceptable una cuestión de conveniencia: para proporcionar a las monjas un instrumento para subir, muy esporádicamente, a la parte superior de la capilla, ¿es necesario un milagro? Parece un verdadero despilfarro. ¿Hay que «molestar» a Dios para que envíe un carpintero especial y este haga la escalera de forma verdaderamente milagrosa?

La respuesta exige apelar a la fe y a una visita al Evangelio. Jesús, según el evangelista (Mc. 11-24) exalta la eficacia de la fe: «Por esto os digo: todo cuanto orando pidiereis, creed que lo recibiréis y se os dará». Y el prodigio es una firme base para la credibilidad: Cuando los emisarios de Juan el Bautista le llevan el encargo: «Dinos si eres tú el que ha de venir o esperamos a otro», Jesús les responde: «Id y contad a Juan lo que habéis visto: los ciegos, ven; los cojos, andan? y a los pobres se les predica la buena nueva». La mesianidad del joven que nació en Nazaret recibe su demostración de los hechos que suceden a lo largo de la geografía de Tierra Santa: lo que llamamos sencillamente «milagros», «portentos», «hechos extraordinarios»... ¿No tiene suficiente motivo para ocurrir lo de la ciudad de Santa Fe apoyando la fe de las monjas y demostrando el poder del Dios al que oraban por intercesión de san José? Creo que, en el mundo descreído de hoy, puede ayudar mucho esa demostración divina.