Esta enfermedad no es para la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios», dijo Jesús. Cuando leía estas palabras me vino a la mente una triste situación que en este último tiempo me ha ayudado a entender que depende mucho de nosotros que en la enfermedad y en la muerte encontremos la mano misericordiosa de Dios y un sentido a nuestro dolor.

Hace algunos meses me enteré de que una persona querida para mí se encontraba en el hospital. Recuerdo como si fuera ayer aquella habitación individual que se advertía tras la puerta naranja medio abierta; su cara de sorpresa al verme, seguida de una mueca de dolor al intentar girarse para saludarme mejor. Después de un rato conversando de la enfermedad, de confesar que no tenía miedo porque creía haber hecho lo que debía en cada momento, pasamos a conversar sobre la vida... sobre todos esos momentos... sobre el sufrimiento de tiempos pasados y sobre los terribles dolores de aquel momento: «No se los deseo ni a mi peor enemigo». Era una expresión hecha, es cierto; pero ella añadió algo profundamente personal: «es más, espero que Dios por este sufrimiento que yo paso, perdone a aquellos que no me han comprendido o que me han criticado»; y en sus ojos vi la misericordia y la sinceridad. Tras la conversación, cogiéndole de la mano, me disponía a despedirme. Me pidió que rezara por ella, por su hijo y por sus padres, e inclinándome sobre la camilla besé su frente y me despedí reprimiendo las lágrimas. No pude volver la vista atrás mientras entornaba la puerta naranja.

Procuré cumplir lo que me pidió y en cada Misa y en cada oración rezaba por ella y su familia. Recibí noticias de la operación, de que estaba peor y por fin de que Dios se la llevó. Sentí mucha pena. Confieso que tuve una sana envidia de las palabras de su hermana al preparar el funeral. Palabras llenas de fe: «Dios nos ha escuchado». Me quedé perplejo. ¿Hemos rezado por ella y Dios nos ha escuchado? Yo no estaba enfadado con Dios, pero tampoco pensaba que nos hubiera escuchado. Repitió: «Dios nos ha escuchado porque si su voluntad era que mi hermana estuviera con él, nos ha escuchado y no ha permitido que sufriera mucho tiempo. Era lo mejor para ella». Y volví a ver esos ojos llenos de misericordia y sinceridad, y comprendí, en un segundo fugaz dentro de mí, que Dios no cambia la meta del camino, pero escucha nuestra oración ante las dificultades de ese camino. ¡Descanse en paz! ¡Descanse en Dios!