Alegrarnos nos manda el Gran Preboste...» Por el último telediario me entero de que hoy (escribo el 20 de abril) se ha celebrado por tercera vez el Día Internacional de la Felicidad. La conmemoración, coincidente con la entrada de la primavera, se debe a una decisión de la ONU que dicho en palabras de revistero taurino, merece «aplausos a la buena voluntad». El más importante de los organismos internacionales propone a las naciones la felicidad como meta; parece lógico que los pueblos felices se entiendan y huyan de rencillas internas y bélicas quimeras. Con semejantes premisas cabe suponer que si consiguiera globalizar la felicidad, la ONU aseguraría la paz mundial, total y duradera; pero la globalización al uso obedece a propósitos menos nobles y benéficos. Así las cosas, hay que reconocer que el Día Internacional de 1a Felicidad no pasa de invitación amable a los Gobiernos para que procuren condiciones de ventura a sus pueblos. Es conocido el caso del abate francés que por su afán en cohonestar principios de la Revolución francesa con enseñanzas del Evangelio, bien podría considerarse pionero de clérigos de progresías a la siniestra; glosando en un sermón lemas revolucionarios, el fogoso predicador tuvo la donosa ocurrencia de proponer a los fieles el compromiso juramentado de ser felices. ¿Quién podría negarse a ese animoso empeño por lograr la felicidad aspiración natural de todo hombre? Nadie deja de ser feliz por falta de ganas; tampoco lo será por imposición del Gran Preboste. En todo caso es licito exigir al poder que facilite a los ciudadanos la felicidad o tal menos, que no le ponga obstáculos como suele suceder. Muy felices se las prometían los españoles con la alegría del 14 de abril; pero pronto se sintieron tan defraudados como Ortega y Gasset porque les habían agriado la República aún niña. Muchas y justificadas esperanzas se habían puesto en la Democracia recuperada; pero hoy, a causa de la nefasta y pertinaz acción de ciertos políticos, se muestra híspida, acre y molesta. No pueden considerarse felices los ciudadanos de un país que los políticos y los mediáticos del pesimismo pintan radicalmente catastrófico y no peor que el venidero que se atreven a pronosticar en negro.

El cacareado «estado de bienestar», lamentablemente en baja, no significa una aspiración nueva del hombre. De algún modo parece recordar la definición que allá por el siglo VI, dio de la felicidad el filósofo Boecio: Posesión de todos los bienes reunidos por agregación; según su etimología, la felicidad es fecundidad, feracidad, fecundidad; más el autor del tratado «De consolatione philosophiae» no se refería únicamente a los bienes de fortuna, es decir la riqueza, sino también al poder, prestigio social, honor personal, libertad, vida .., a todo cuanto la voluble fortuna le dio y le quitó; senador influyente, rico y bienquisto del analfabeto emperador Teodorico, cayó en desgracia y murió torturado en la prisión. No recuerdo quien fue el Franklin español que dio réplica en verso a Boecio, el primero de los escolásticos: «No es más feliz quien más tiene, que el oro no lava penas; más feliz es en el mundo quien con poco se contenta». Entonces, vale concluir que la virtud cristiana de la conformidad es causa eficiente de felicidad, frente al parecer de los epicúreos que la cifraban en el gozo sin límites.

Cada cual aspira a la felicidad que le peta y pocos coinciden en la definición. Para los socráticos solo el sabio -el filósofo que conoce las cosas por sus causas- era paradigma del hombre feliz y el poeta Virgilio proclamó feliz al que pudo conocer las causas de las cosas, que la filosofía no está refinida con la poesía y don Ramón de Campoamor filosofaba en verso, sobre la felicidad. A su vez, el sentencioso Joaquín María Bartrina avisa: «Si quieres ser feliz, como me dices, no analices, muchacho, no analices». Conclusión: imaginemos el modelo de felicidad que mejor nos cuadre y decidamos ser felices y decidamos ser felices en todo tiempo y lugar, superando circunstancias y ambientes adversos: Nada se pierde por intentarlo.