Es una insensatez comparar la escisión de Crimea con la presión catalana por una consulta que abra el camino a su separación de España. Aun respaldando al gobierno en la defensa de la legalidad constitucional, la tendencia dramatizadora de algunos de sus miembros calienta los ánimos en lugar de sosegarlos. No cabe mayor contraste con la frialdad de Rajoy, plantado sin gesticulación en un principio jurídico y político. El único reproche al presidente alude a su escasa apertura al diálogo permanente con la Generalitat, que puede frustrarse una o muchas veces sin anular un entendimiento en el minuto final. La carta que juega Artur Mas le despeñaría si intentase rentabilizar el diálogo sin modulación alguna: un fracaso integral que a ningún otro poder interesará paliar. Cualquier acuerdo nace de aproximaciones de las partes en conflicto, y es dudoso que Cataluña se atrinchere en «independencia, o nada» si avista alternativas defendibles. En lugar de excitar el agravio comparativo, Rajoy puede conciliar a los gobiernos PP de la mayoría de las autonomías.

El de Cataluña es un problema rigurosamente nacional, interno, mientras que en el de Crimea ya están implicadas casi todas las potencias mundiales. Para empezar a comparar, el rol invasor de los rusos habría de tener un paralelo en Europa, tesis alucinante que no merece elucubración de clase alguna. Con referéndum o sin él, la legalidad ucraniana ya había sido violada por Moscú. El que un ministro español aventure parangones es imprudente a todas luces, porque ningún ejército va a movilizarse aunque Mas intente sacar las urnas a la calle el 9 de noviembre. El verdadero problema comenzará el día después de la forzada interdicción si el president resulta barrido o, aun cuando no lo sea, tomen la voz cantante los independentistas de siempre. Incluso con una declaración unilateral de independencia, es inconcebible la acción de fuerza contra una comunidad con muchos siglos de convivencia nacional.

El único parangón posible es el de Escocia, cuyo referéndum consiente Londres porque lo sabe perdido por los separatistas a pesar de su «concesión» de lealtad a la corona británica y su reivindicación de la esterlina bajo un solo regulador. Lo que allí pase en septiembre condicionará decisivamente lo de noviembre en Cataluña. Sin vinculación al resultado de aquella consulta, el gobierno español debería privarse hasta entonces de atizar el fuego, plantado en el principio de legalidad sin otras adherencias. Descontada la neutralidad internacional, no hay más riesgo que el interno. Con esto y el diálogo activo parece viable reducir la provocación catalana después de Escocia.