Veo cómo crece el número de los que alaban la democracia suiza, con sus constantes consultas sobre toda clase de temas, y ya no sé que creer: si es que son unos majaderos o son simples fascistas emboscados tras una urna que se ríen de los demás a mandíbula batiente.

La democracia no es una asamblea en el monte, en la que cinco lobos y tres corzos deciden el menú del día. No puede ser eso. La democracia no puede consistir en llamar a los votantes para consultarles cualquier tema y actuar según decida la mayoría, sin más consideraciones, porque por ese camino se legitima la destrucción de las minorías y se da carta de naturaleza a la discriminación y al abuso.

Los que alaban la democracia suiza no recuerdan, seguramente, que hace poco prohibieron construir mezquitas en sus ciudades, pasándose por el arco del triunfo los derechos religiosos y civiles de los musulmanes, muchos cientos de miles, que viven en Suiza. Por ese mismo sistema, y con idéntica legitimidad, podrían votar mañana si se deja o no trabajar a las personas de una raza, religión o color de piel. Por ese mismo sistema los votantes del partido mayoritario podrían decidir en un muy democrático referéndum prohibir a todos los partidos de la oposición, o simplemente no convocar más elecciones en veinte años.

La democracia no es acudir a las urnas con más o menos frecuencia o consultar la voluntad popular en más o menos temas: se trata de un conjunto de valores basados también en el resto a las minorías, en unas reglas de juego claras y, muy especialmente, duraderas, sin vaivenes de hoy para mañana, cuando alguna ocurrencia de un cómico ponga de moda una idea como podría haber puesto de moda un color de pintalabios.

Un país donde se puedan cambiar las normas dependiendo de la moda del momento, no es un país democrático. Un país donde se puedan cercenar derechos en nombre de una votación, no es un país de fiar.

Cuando en los Estados Unidos se abolió la esclavitud no se hizo por referéndum, porque en ese caso posiblemente no se hubiese conseguido nunca. Y si hoy queremos votar que sean los demás los que paguen impuestos, pero nosotros no, da igual cómo disfracemos esa pregunta, pero el resultado nunca será una democracia: será populismo, demagogia, linchamiento o simple horda, pero no democracia.

Otorgar carta de ley a los impulsos de una tarde nunca construyó países más justos. Decidir que cuenta más «lo que me apetece» que lo que «he pensado», no conduce ni ha conducido nunca a sociedades más avanzadas ni más justas.

Y si no se lo creen, más vale que se pregunten lo que saldría en España en unas cuantas consultas, como por ejemplo, sobre los trabajos forzados en las cárceles, los castigos físicos, la pena de muerte a los asesinos de niños, o la expulsión de ciertos emigrantes.

Mientras sigamos señalando como ejemplo a los que dirigen la sociedad en vez de a los que la construyen, solamente nos estaremos acercando paso a paso, lentamente, a una sociedad sin derechos. Y encima, por nuestro gusto. Qué pena.