Estoy convencido de que Aristóteles tenía razón cuando aseguraba que todos los hombres querían ser felices. La naturaleza nos empuja a buscar la felicidad que, para el filósofo griego, se puede identificar con una vida buena. ¿Qué es una vida buena? Para unos será acumular riquezas, para otros alcanzar honores o fama y para los menos consistirá en conocer, en saber más y actuar en conformidad con el fin propio del hombre. Este saber teórico es un fin en sí mismo que conlleva su propia satisfacción; pero las personas tenemos que enfrentar también otras facetas de la vida, por tanto, necesitamos gozar de un grado de bienestar material y emocional para estar en condiciones de acceder a la «vida contemplativa», al conocimiento. Recuerden, «salud, dinero y amor» decía la canción. Nuestro filósofo ya lo sabía hace más de dos milenios y consideraba un deber del Estado garantizar que los ciudadanos estén en condiciones de acceder a la auténtica felicidad, la que proporciona los bienes intelectuales.

No he podido evitar acordarme del pensamiento clásico griego. De él ha manado nuestra concepción del mundo, nuestra manera de pensar y de nombrar las cosas. Sabemos desde entonces que la palabra nos distingue de otros animales gregarios. Por eso, pensando en cómo enfrentar un nuevo año, quiero apostar fuerte por el poder de las palabras. En ellas encuentro siempre la libertad, la amistad, la emoción y la vida.

En tiempos de penuria social, económica, política y cultural, rebélense, protesten, emancípense, sean radicales, ataquen esa pérfida realidad con la más infalible de las armas, la lectura. Cuando una persona lee, aprende a leer el mundo, a interpretarlo, se aprende a sí mismo y comprende por qué es importante la búsqueda del sentido de nuestra existencia. Leer disuelve los entuertos, pone luz donde había oscuridad y hace sencillos los más complejos problemas. Te permite viajar a lejanos y exóticos lugares. Puedes sentir el miedo, la emoción o la zozobra de la protagonista de la excelente novela de Ian McEwan «Operación dulce» -azarosa recomendación del maestro M. Ángel Aguilar-. Te atreves a imaginar la cara de ese enternecedor «héroe discreto» de la última novela del Nobel Vargas Llosa. Sobrecogido, pasas las páginas de la necesaria obra de Rafael Chirbes «En la orilla», lúcida metáfora sobre la codicia, la traición y el abuso en la España de la crisis y el desempleo. O vives la angustiosa huida de un niño en «Intemperie», de Jesús Carrasco, ejemplo de literatura que abre tu corazón ante las palabras justas, imprescindibles.

En cualquiera de estas lecturas he encontrado momentos de felicidad, de auténtico goce, he podido tomar mejor la medida de las cosas que nos pasan; no está en nuestra mano evitar que pasen, pero sí que podemos aprender cómo actuar ante ellas. Sé que no debo caer en el nihilismo pesimista del «nada se puede hacer», también aprendí de la estéril confianza en la bondad de todas las personas. Siempre encontré lecciones de gran provecho.

Ya saben que la realidad acaba siendo el resultado de un determinado discurso. El gobierno de España está imponiendo el suyo: hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y hay que recortar para bajar el déficit, los servicios públicos son muy caros y la gestión privada los prestará más baratos, estamos saliendo de la crisis gracias a la reforma laboral y a las medidas que ha tomado el gobierno. Toda esta sarta de mentiras repetidas una y otra vez aplastan cualquier discurso alternativo. Ellos tienen el poder y los recursos para utilizarlo en su provecho. Así tapan la brutal corrupción de gran parte de los dirigentes del PP, los unos por protagonizarla y los otros por consentirla y no denunciarla. Lo peor es que el discurso alternativo de la oposición no ofrece ninguna esperanza. Siguen sin reconocer sus graves errores en el gobierno anterior, su insoportable incoherencia ideológica en asuntos como el control del déficit o el laicismo y, lo que es más grave, no quieren cambiar radicalmente el corrupto sistema de partidos o la caduca ley electoral, supongo que porque los actuales dirigentes verían peligrar sus privilegios. No podemos creerles, también nos han engañado.

Ya sé que el hartazgo nos paraliza, nos vuelve taciturnos y nos empuja a la melancolía. No lo permitamos. Vayamos elaborando nuestro propio relato, hablemos de lo que pensamos, discutamos con las personas que tengamos a mano, no nos resignemos. Es urgente elaborar otro discurso para propiciar otra realidad. Tenemos que levantarnos contra el lenguaje tramposo de esta caduca clase política, llena de oligarcas, caudillos, caudillitos y sus lacayos. La lectura nos ayudará a ello y de paso nos hará más felices. Que tengan un buen año.