En el oscuro y tranquilo café lisboeta se desarrollaba el diálogo con la proverbial cortesía portuguesa; uno de los dos contrincantes concedió: su señoría tiene razón, pero poca, y la poca no convence. Tampoco es bastante la solidaridad limitada, rácana, de Cataluña con las demás autonomías, que Alicia Sánchez Camacho propone para calmar la locura secesionista. La sorprendente iniciativa de la presidenta del PP catalán ha sido inmediatamente contestada por algunos de los notables del partido, y no ha faltado el tono amenazante de los que se declaran hartos de agravios comparativos. Especialmente significativa por razonada y justa, ha parecido la reacción del presidente de la Comunidad de Madrid porque números cantan la diferencia de trato que el Gobierno dispensa a unos y otros con notorio perjuicio para los madrileños. Y eso que los políticos quejicas de Cataluña han cambiado de matraca en sus exigencias al Gobierno de Madrid. Desde hace cierto tiempo -quizás a partir de la cacareada Transición- insisten los catalanes soberanistas en proclamar la especie de que «España nos roba»; ni ellos mismos, reconocidos peritos en el manejo de las cuentas, han podido demostrarlo. Con anterioridad y durante muchos años, la matraca se había utilizado contra la capital del Manzanares presentada como una comunidad de zánganos inútiles que vivían regaladamente a costa de los afanosos catalanes. Semejante matraquilla, si algún día pudo tener apariencia de verdad, hoy resultaría escandalosamente falsa de toda falsedad. Parafraseando un antiguo texto constitucional, diríase que hoy Madrid es una comunidad de trabajadores de toda clase, se encuentra a la cabeza del crecimiento industrial y se ha consolidado como atractivo principal de los inversores extranjeros, en franca y saludable competencia con Cataluña, en este caso no parece vitanda la «emulación exagerada» contra la que advertía el pensador Jaime Balmes.

Tampoco ha merecido aplausos de los comentaristas mediáticos la iniciativa de Alicia Sánchez sobre la solidaridad entre Cataluña y el resto de España. Hay quien la interpreta como servicio, intencionado o no querido, al argumentado de Artur Mas y Cía., se ha llegado a insinuar que la pepera y en consecuencia, constitucionalista, parece haber cambiado de bando, se ha pasado al moro y ha dejado de comulgar en los mismos principios de unidad nacional que los barones del partido, ostensiblemente molestos por la extraña salida de la locuaz Alicia Sánchez Camacho.

Es muy probable que la presidenta en cuestión no merezca críticas tan extremadas, pero es innegable que con su malhadada propuesta no ha ganado un solo voto de los separatistas, se ha ganado la repulsa de no pocos de los suyos y si no acertara a corregir la desvía, habría contribuido a acelerar la caída del PP en Cataluña.

El inesperado episodio pepero ha dado pie, además, a suspicacias que en principio no debieran despreciarse por absurdas. Para algún despierto politólogo la propuesta de la pepera catalana podría tomarse como una tímida calicata -a ver qué pasa- sancionada por el propio Rajoy. Cuando en asuntos de trascendencia no se procede con claridad y sin tapujos, se corre el peligro cierto de dar pábulo a suposiciones acaso inconsistentes pero ciertamente lógicas. ¿Cuáles son las conclusiones racionalmente deducibles de la política escondida del Gobierno de Rajoy? Rara avis: los medios han aplaudido las rotundas contestaciones del presidente a un senador de CiU; en verdad, fue la suya una eficaz argumentación «ad hominem», que dejó apabullado al senador. La verdad es que se trata de una intervención excepcionalmente dura y contundente que deja en evidencia su acostumbrada andadura por las ramas la cual es una forma equívoca de la política que provoca toda clase de suspicacias y desengaños en el pueblo escamado. Defraudados y doloridos por llamativos incumplimientos electorales se han manifestado los portavoces de asociaciones de Víctimas del Terrorismo a las que se había prometido atención y justicia. Tampoco se muestran satisfechos los catalanes de la sufrida muchedumbre silenciosa, con el lenguaje críptico más propio de tímidos templagaitas que de gobernantes resolutivos. La vicepresidenta Soraya Saenz de Santamaría ha podido comprobar cómo un gobernante habla claro: En su presencia el primer ministro galo, Jean-Marc Ayrault, anunció que en la proyectada Ley de Referéndum no se permitirá, en ningún caso, que cualquier región francesa lleve a consulta temas como la independencia y la secesión. No lanza a humo de pajas su aviso el señor Ayrault ni como calicata para preparar al personal. Del vecino, el consejo.