Todo un éxito han sido las fiestas de septiembre. Muy solemne la celebración de nuestra patrona, esa virgen peregrina que anunciaba el camino del Sol, el único para ser grandes. Junto a esa celebración, el mercado medieval, sueño de otro tiempo cuando nuestra ciudad tuvo una gran importancia, aunque siempre acechara la tragedia y los enfrentamientos. Y dentro de la fiesta y siempre o casi siempre medio escondidas, pero con esa gallardía, elegancia y atención que las caracteriza, nuestras encajeras, milagro firme y permanente de la belleza, la elegancia y hasta ese sentido profundamente filosófico del hilo convertido por la magia de sus manos y ese sentimiento de la belleza y del mensaje que todas llevan dentro, nos obligan a seguir la mística peripecia de sus encajes, de sus infinitas y atrevidas combinaciones y composiciones.

Estos tres días de fiesta se han extendido desde el claustro trinitario del Colegio Universitario hasta ese rincón acogedor de la parroquia de San Ildefonso y, en medio, el bullicio de la calle, las encajeras con su obra, llevada a cabo sobre la sencillez y delicadeza del hilo, esa inmensa variedad de piezas en las que la belleza adquiere la categoría mítica de lo imposible. Entre las manos, el hilo que parece querer escaparse o desaparecer, auténtico milagro, al que van unidos la fuerza y el poder creador de esas mujeres capaces de transformar esa deidad del hilo en la obra trascendente de arte que llega y ocupa esos lugares y esos formulismos sociales que constituyen auténticos santuarios de nuestra vida social.

Las maravillas de las encajeras están tan claras en la historia que solo nos queda felicitarlas por su colaboración, por su ejemplo y por esa sencilla lección que nos dan siempre de modestia, entrega y colaboración. Sencillamente gracias, encajeras.