El papa Francisco ha dicho recientemente: «La convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religiosos en la sociedad». Es una cita textual que me ha sorprendido muy gratamente. Por lo que dice y por quién la dice. Por defender la separación Iglesia-Estado y porque esto lo afirme el papa.

Me pregunto qué pensarán al respecto el cardenal español Rouco Varela, partidario de influir y presionar al poder político por asuntos religiosos o el ministro de Educación, José Ignacio Wert, defensor de imponer una mayor presencia de la religión en la educación pública. Quizás no hayan pensado al respecto, el cardenal porque ya le bastan las respuestas sobadas del nacional-catolicismo y el ministro no puede pensar fuera del marco ideológico de FAES, lobby del neoliberalismo asilvestrado del PP.

«Ninguna confesión tendrá carácter estatal». Así está escrito en el artículo 16.3 de la Constitución. Nuestro Estado puede definirse como aconfesional, por tanto laico. El Tribunal Constitucional se ha pronunciado al respecto empleando la expresión laicidad positiva.

La realidad política, social y educativa nos enfrentan con usos, costumbres y hasta proyectos de ley, como el de Mejora de la Calidad Educativa, que nada tienen que ver con una efectiva separación de la Iglesia y el Estado. Por ejemplo, se siguen manteniendo prácticas confesionales en las celebraciones militares de carácter público y del derecho de presentación de obispos, por parte del Gobierno, para su designación por la Santa Sede del vicario general castrense. En los actos de toma de posesión de cargos institucionales se insta a decidir entre el juramente para los creyentes o la promesa para los no creyentes. Esto contraviene el art. 16.2 que dice que nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias. Todavía se mantiene la costumbre de la bendición en las inauguraciones oficiales de infraestructuras públicas.

Además nos encontramos diariamente a autoridades públicas que, olvidando el carácter laico de sus cargos, presiden procesiones, acompañan liturgias y otorgan subvenciones o limosnas a cofradías y al clero, con cargo al erario público. Clara manipulación de la religiosidad popular como reclamo ante los votantes. Zamora y su provincia constituyen, sin duda, el paradigma de estas prácticas anticonstitucionales. Hasta algún dirigente del aparato del PSOE regional, presiona a representantes institucionales para que asistan a celebraciones religiosas. Uno de ellos, coherentemente laico, me lo confesaba con amargura.

Mención aparte merecen algunos capítulos del Acuerdo entre el Estado y la Santa Sede, firmados en Roma el 3 de enero de 1979. El referido a los Asuntos Jurídicos establece un régimen estatutario singular para la Iglesia y que no tiene ninguna otra confesión religiosa. El Acuerdo sobre Asuntos Económicos establece un sistema de financiación pública y una amplia exención de impuestos de elevadísimo y desconocido importe, que se aplica a casi todas las actividades de la Iglesia, a sus bienes e incluso a sus rentas patrimoniales. Y esto, pese a que la Constitución de 1978 no contempla que el Estado deba asumir el sostenimiento de confesión alguna. En Asuntos Educativos el acuerdo fue muy ventajosos para la Iglesia y perjudicial para un supuesto Estado aconfesional. Consideración de la religión católica como asignatura fundamental, obligación de contratar y pagar a miles de profesores de Religión que previamente eligen los obispos. Incluso también tienen el privilegio, el proyecto de ley del actual Gobierno así lo contempla, de obligar a quienes no sigan la asignatura de Religión, a cursar una asignatura evaluable y computable en el expediente académico. Es absolutamente necesario, por higiene democrática, que la religión salga de la educación pública.

Ya es tiempo de responder a esta realidad con respecto a nuestra Constitución de 1978. Que no lo hayan hecho los diferentes gobiernos de centro (UCD) o de derechas (PP) puede ser comprensible. Lo que no se puede entender es que 20 años de gobiernos socialistas no hayan permitido que Iglesia y Estado funcionaran separados y no en esta mutua instrumentalización. Aunque si recordamos al populista meapilas José Bono o a la vicepresidenta Mª Teresa Fernández de la Vega ejerciendo de «cardenala», la cosa empieza a esclarecerse. Lo peor es que el PSOE sigue haciendo cuentas sobre qué rentabilidad electoral puede tener seguir como estamos o denunciar los inconstitucionales acuerdos. Serán cretinos. No se enteran de casi nada.

En España se están haciendo trampas, las hace la Iglesia, que tras la muerte de Franco parecía querer recuperar su independencia siguiendo la doctrina del Concilio Vaticano II, porque las exigencias que ha planteado desde que tenemos democracia son radicalmente antilaicistas. Parece que quisieran conseguir una quimera: Estado aconfesional, sí, pero Estado laico, no. Y también siguen haciendo trampas los sucesivos gobiernos democráticos al hacer dejación de sus competencias y responsabilidades, que la propia Constitución les demanda.

El laicismo no es doctrinario, ni sectario, se basa en la libertad de pensamiento, de investigación, en la autonomía de las personas y en su libertad para elegir responsablemente su conducta moral y religiosa. Si hoy todos entendemos qué significa ciudadanía democrática, se debe al pensamiento laico, que fundamenta una sociedad no sometida a poderes absolutistas o fanáticos dogmas, más tolerante, pluralista y solidaria.

Estoy convencido de que los más auténticos cristianos, así como los más exigentes demócratas, se pondrían de acuerdo en suspender los Acuerdos de España con la Santa Sede, los unos para vivir más auténticamente su fe y los otros porque aspiran a vivir en un país moderno sin servidumbres dogmáticas. El papa Francisco ya lo está.