Hierve el verdor de los campos que espigan frondosos. Mes de mayo, que dicen el florido. Para mí el más santo: «Con flores a María que Madre nuestra es». El mes de las rogativas a san Isidro Labrador, patrono del labriego, de los truenos, de la lluvia y de la hogaza en oración. Amigo, pues, de los arcángeles hortelanos. Camarada nuestro, del gremio de los pobres.

-¡Oh, qué maravilla!

Mes que huele a rosales en la Meseta, a manzanilla, a sangre amapola de toro vegetal. El mismo mayo que se clava en el corazón del agricultor en el Romance del prisionero, que así dice para recordarlo: «Que por mayo era, por mayo,/ cuando hace la calor,/ cuando los trigos encañan/ y están los campos en flor,/ cuando canta la calandria/ y responde el ruiseñor,/ cuando los enamorados/ van a servir al amor;/ sino yo, triste, cuitado,/ que vivo en esta prisión;/ que ni sé cuándo es de día/ ni cuándo las noches son,/ sino por una avecilla/ que me cantaba el albor. / Matómela un ballestero; / déle Dios mal galardón».

-¡Ay, Señor, qué mes de mayo! «Que vivo en esta prisión; / que ni sé cuándo es de día/ ni cuándo las noches son». Yo, amén de cigüeñas pedigüeñas, campesinas.

Se me ocurre pensar que en este romance anónimo, lírico, viejo, tradicional, nacido en la Edad Media, está prisionero el agricultor de la Meseta. Desde aquella ventana de su oscura celda, desde su tristeza, soledad, angustia, impotencia y rabia contenida (mes de mayo) contempla el crecer de sus trigos, el florecer de sus campos, el canto de sus pájaros, el esplendor de la primavera?

Él, prisionero sin pecado. Agricultor de soledades. Solo, la peor prisión: el abandono. Y la única esperanza que tenía su inocencia radicaba en «una avecilla/ que le cantaba al albor», su libertad, su bienestar, el fruto del sudor de sus manos: la hogaza para sus hijos. Pero? «Matómela un ballestero; / déle Dios mal galardón».

-«Déle Dios mal galardón».

¿Quién fue el ballestero que hunde al prisionero de trigo y era, de harina y pan en la soledad? Riqueza de campo, pobreza de cuerpo. Tierras gloriosas, majuelos divinos, hombres en barbecho. ¿Quién? Justicia pido, justicia no hallo.

Grita mi palabra junto al silencio de tu garganta «que si no queremos asistir al funeral de nuestros pueblos en sementera, siempre marginados, venidos a menos, algunos en agonía y óbito eterno -como perjura mi amigo Nicolás del Ciervo- debemos defenderlos». Las lamentaciones plañideras nos conducen a los cementerios, al silencio. Somos gente, gente demasiado buena, corazón de trigo. Como los de la ciudad, con los mismos derechos. Hemos subsistido con fe de cielo y padrenuestro de misa, cielo alto, demasiado alto. Así nos dejaron lo que gobernaron esta región mendicante. Luego se fueron. Castillos desplomados sobre nuestras tierras. Tierra de héroes. Si acarreamos su sangre, la del Cid y demás, la tenemos, ya, muy chamuscada. ¿Héroes? ¿Escritores, sabios, políticos, «locos» que derramen sus palabras-espadas para redimirnos? ¿Dónde están? De nuestras miradas, de nuestros ahorros no pueden sacar nada, quizá votos engañosos para gobernar lo suyo en nombre nuestro.

-«Matómela un ballestero; / déle Dios mal galardón».

Necesitamos jóvenes agricultores, nuestro futuro. Personas bien formadas, ilusionadas, ambiciosas y rebeldes para revolucionar nuestros campos, para hacerlos crecer y llenarlos de pan. Pan y carne en progreso, en mercado universal, sin raza ni lengua distinta: molinos de riqueza. Si no generamos riqueza huimos del progreso, del bienestar de nuestros pueblos (casi inhóspitos), de su grandeza y respeto dentro y fuera de la Meseta. La abundancia es cultura, nunca la pobreza; que el pobre tiene, por desgracia, limitada la zancada y la voz de la palabra.

-Todos, todos los de esta región estamos obligados a conocer lo nuestro para amarlo, respetarlo, hacerlo respetar y propagarlo con orgullo, sin humildad.

Pero nosotros a lo nuestro, a lo de siempre, a lo que sabemos hacer y nos han enseñado: a rezar con san Isidro Labrador. Siempre de rodillas, brazos en cruz en medio de las tierras sin arar, esperando la llegada de los ángeles para conducir el tractor y, antes, la mulada. Y si no llueve, después de tanto rezo, como somos casi beatos, monjes de tierra parda, hacemos brotar agua de una fuente con solo tocar la roca con una pala. Y, como somos muy generosos, por la riqueza que nos regalan los campos, «cada sábado hacemos una olla de comida para los pobres en honor de la Virgen María; si el puchero se nos termina, no hay que preocuparse, Dios se encarga milagrosamente de llenarla de nuevo al instante». Y si todo el rebaño de nuestras ovejas cae al Duero o al Valderaduey, nada de ponerse nervioso. Ponte de rodillas, clava tu oración en las nubes del cielo y descenderán los arcángeles a sacar, una por una, de la corriente a tu ganado. Eso hacía san Isidro, el santo. Nosotros, como somos más santos que los santos del paraíso celeste, hagamos lo mismo. Las cigüeñas de la torre de la iglesia de San Babilés, las de Quintanilla del Olmo, mi pueblo, nos aplaudirán con sus picos (si no están en París respigando niños para repoblar nuestras calles desérticas de sonrisas y futuros.)

-¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios mío!

-Matómela un ballestero; / déle Dios mal galardón».