Por aquel tiempo hubo en Villalonso un clan familiar apodado «Ganaduros». Honroso y envidiable título si es justamente merecido como en el caso de aquella buena gente que, la verdad sea dicha, no pasaba por la más rica del pueblo. Enseña una teoría religiosa que la riqueza es muestra de la benevolencia divina; entonces un hombre debe ser tenido por bueno si Dios favorece sus negocios. Semejante doctrina ha sido tildada de amoral porque en cierto modo justifica la ambición desmedida por tener y tranquiliza la conciencia del codicioso que en la ganancia ve colmado su orgullo de triunfador; pero olvida que el rico se verá obligado a agacharse, a arrastrarse acaso inútilmente, para entrar por la puerta del Cielo. Me imagino que la fórmula comercial de los afortunados Ganaduros de mi pueblo fue mucho menos complicada, tan simple como saber ganarlo bien y no malgastado nunca; honestidad en el trato, laboriosidad en el trabajo y austeridad de vida. Es sabido que con aforismos de este jaez formó la conciencia del pueblo americano Benjamín Franklin, el filósofo que pensaba alto con los pies en el suelo.

Es lógico que en un pueblo de tratantes como Villalonso se diera más importancia a la Aritmética que a la Gramática para la formación escolar de los muchachos: enséñelos a leer y sobre todo a resolver cuentas, le pedían los padres al buen maestro don Rosalino Revuelta. Las lecciones de austeridad se aprendían en casa. Resulta inimaginable uno de aquellos antiguos triperos de Villalonso degustando langostinos en la humilde posada como un pachá sindicalista con Visa oro, en un hotel de lujo. El gran jefe Cándido Méndez ha calificado como racional el exceso gastronómico del compañero sibarita. Por un comentario parecido fui tachado de revolucionario por don Manuel Boizas, profesor de Sociología.

Se esforzaba Boizas en explicar que el salario justo según León XIII debía ser suficiente para el operario «bene morato»; para la obrerita pía y el trabajador de buenas costumbres, en traducción del periodista de la «santa casa» Ismael Herraiz. ¡Naturalmente!, comentaba don Manuel; porque sería inadmisible que el obrero exigiera comer perdices, beber buen vino y contemplar la corrida de toros con un oloroso habano en la boca. Me atreví a interrumpir: ¿Es que no tenemos todos los mismos derechos? Evidentemente, no, me contestó y me obligó a callar.

El fabuloso enriquecimiento de la opulenta familia del muy honorable Jordi Pujol me ha traído a la memoria el caso de los modestos Ganaduros de Villalonso. Los medios periodísticos cuentan y no acaban de los lucrativos negocios del clan que apalea euros por millones. Ningún Ganaduros de Villalonso pudo soñar ganar en cien años de vida lo que uno de los miembros de esta listísima y suertuda familia de Ganaeuros ganó en 24 horas mal contadas, con una empresa sin otro empleado que su propia mujer. Como en el caso de la infanta imputada en otro gatuperio monumental, viene bien recordar el maledicente refrán de la pareja que duerme en el mismo colchón. La vocación, irresistible, de la «fortunatisima» familia a la riqueza no parece achacable a ningún impulso religioso; más bien le urge el patriotismo exacerbado, lo que parece argüir que todo catalán que se precie está obligado a procurar ser inmensa y ostentosamente rico. Patriotismo y riqueza podría resultar un extraño casamiento cuya suerte depende de quien de los dos, patriotismo o ambición, mande. La cosa es que Jordi Pujol y su descendencia -trascendencia interpreta el profesor Aguinaga- vienen actuando como patriotas desde hace mucho tiempo, con los resultados que poco a poco se van conociendo. No sería tan absurdo preguntar qué culpa ha tenido España en tan envidiable bonanza familiar.