Todo solar, más si es urbano, tiene, ha tenido y tendrá siempre muchas lecturas.

Todo solar urbano significa desde remodelación del inmueble, a su puesta a punto de acuerdo con las exigencias y las posibilidades del momento, con todo lo que ello significa de adaptación a un momento concreto y a unas exigencias no menos concretas.

Un solar urbano puede ser una fuente de contraste para poder analizar determinados valores, situaciones y hasta personas. De hecho es importante su valor, su significado y su importancia en el contexto de la vida urbana. Cuántas veces un solar se ha constituido en toda una definición, raro pero cierto.

Los viejos arrabales de las ciudades han seguido manteniendo sus formas de vida de manera más o menos activa en unos casos y agónica en otros, pero el crecimiento de la población urbana en la misma medida y proporción que ha disminuido la rural, ha hecho llegar hasta ellos el fenómeno de la remodelación, del cambio, no digo de la especulación, porque ese fenómeno está siempre en el ambiente de cualquier hecho donde haya, se jueguen o se manejen factores económicos, pero ha llegado a ellos y lenta pero imparable ha comenzado su cambio.

Aquellas pequeñas y promotoras industrias que se conservan recordadas en los nombres de sus calles, aquellas artesanías con grandes valores se las ha llevado la velocidad del desarrollo y del progreso técnico. Hoy ya sólo son zona urbana con su ambiente, su carácter, sus encantos y sus fallos y deficiencias, pero con los restos de un pasado no menos glorioso que los encantos que aún pesan en su urbanismo y que hay que conservar, aún a costa de toda esa peripecia que no sé cómo calificar, que va desde la política a la técnica y desde la ambición a la chapuza sin medida y sin pudor, olvidando muchas veces que todo eso tiene nombre y apellidos.

Vuelvo a repetir que desde Puerta Nueva a la Cuesta del Pizarro y desde la Avenida del Mengue, léase también del Diablo a la calle Zapatería, lado norte incluido, los solares son una especie de plaga. Parece haberse asentado de manera definitiva en esta margen del río, sin duda apoyada o refugiada en la solana que la ciudad le ofrece, acogida a la brisa fresca que en las madrugadas y atardeceres el Duero deja escapar como un piropo a la ciudad. No he contado los solares pero he sentido un poco de vergüenza. Viví mi bachillerato en la década del cuarenta en la calle de la Manteca, tiempos de inquietudes, de sombras y de luces alumbraban esperanzas y velaban muertos por todo el mundo. Cada vez que recorro esas calles, me encuentro con más solares. Algunos los estoy viendo y recordando desde hace más de un cuarto de siglo y esto me plantea tal cantidad de preguntas que me falta hasta tiempo para darles contestación.

Admito el solar como una necesidad, lo entiendo y eso basta, pero no puedo entender, ni nadie puede tener argumentos para defenderlo, que un solar esté décadas y décadas como tal, ofreciendo el lamentable espectáculo que ofrece esa llamada Judería Vieja con multitud de ellos, que crece y aumenta cada día que pasa.

La vida de nuestra sociedad se mueve y gira a través de periodos y de plazos muy claros y definidos. No entenderé nunca cómo hay esa excepción para los solares urbanos, salvo que las viejas brujas de nuestras viejas leyendas medievales sigan haciendo de las suyas, sobreviniendo en los restos de los recintos murados. Permitimos que se cierre una calle y nadie dice nada. Se derriba un edificio y se mantiene un solar durante una pila de años como si esperara que en una noche de magia las brujas lo levantarán. Plazos, sencilla y llanamente, plazos, prudentes pero plazos.