Van cayendo en desuso antiguas normas de urbanidad que hacían del niño un hombre bien educado. Algunas fórmulas de comportamiento social venían de lejos; Cicerón se mostraba tan correcto como los escolares del gran pedagogo español Quintiliano, estudiado y admirado por Ezequiel Solana, maestro de maestros. Durante siglos, la buena educación enseñó que en el saludo había que mostrar interés mutuo por la salud y la familia, los dos bienes mejor valorados del prójimo. Pregunta obligada al encontrarse dos amigos: -¿Y la familia? Respuesta acostumbrada: -Bien, gracias. En la despedida no podía faltar el encarecido encargo de recuerdos a la familia. Al día de hoy tales exquisiteces no se estilan: hasta podría considerarse imprudencia temeraria preguntar por la familia. Nadie tiene derecho a meterse en aquello que pertenece estrictamente a la vida privada de cada cual: Así pontificaba, con tanto desparpajo como ignorancia, un joven progre encumbrado en el Olimpo de las tertulias televisivas y obviamente encantado de haberse conocido tan guapo y tan listo. En más de una ocasión he recordado que la progresía de nuestro tiempo no admira ni desprecia al antiguo gurú de la democracia Juan Jacobo Rousseau: simplemente lo ignora; en consecuencia, desconoce que el famoso filósofo ginebrino definió la familia como «la más antigua y la única natural de todas las sociedades», de donde fácilmente se deduce que la familia es un elemento esencial de la democracia.

Promocionada por el eminentísimo y activísimo cardenal Rouco Varela hoy se celebra en la plaza Colón de Madrid la Fiesta de la Familia. Se pronostica un éxito tan espectacular como en las anteriores ediciones, a pesar de la rácana, cuando no negativa, aportación mediática. Por tratarse de una manifestación popular de católicos, los actos programados revisten eminente carácter religioso, lo que no es óbice para que signifiquen una oportuna y necesaria reivindicación de la familia tradicional, presente en diferentes culturas. La crisis de la institución familiar es, probablemente, la más grave enfermedad social de todos los tiempos, pues pone en peligro la marcha normal de la Humanidad. No hay crisis espontáneas, todas tienen causas concretas y orígenes conocidos. La familia ha sido víctima de una persecución implacable y inteligentemente tramada y desarrollada con tenacidad y singular eficacia. En artículo abecedario, Juan Manuel de Prada imputa al capitalismo en el desaguisado. Incontrovertible afirmación. Pero como en otras cuestiones de relevancia moral y ética, el capitalismo rapaz y el marxismo antirreligioso se tocan y coinciden en el objetivo mientras la derecha observa con la cabeza gacha, consiente sin decir mus y por miedo a ser considerada carca y anticuada, pone su granito de arena.

Los defensores de la familia argumentan no solo con razones religiosas, sino también con datos profanos incontestables. Denuncian las causas de la crisis de la institución familiar y ponen en evidencia sus desastrosos efectos. Entre las causas principales, la legislación que perjudica a la familia tradicional y limita la natalidad: el divorcio exprés, el «matrimonio gay», la venta libre de píldoras anticonceptivas, el aborto. Esta misma mañana leía en un artículo que en el último año el llamado IVE ha causado en España tantas muertes como las sufridas por los dos bandos contendientes en toda la guerra civil. ¿Cuántas vidas interrumpidas violentamente le parecerán suficientes al Gobierno para decirse a modificar la ley, como prometió? Las funestas y previsibles consecuencias de la crisis impuesta a la familia y la natalidad, es reconocida -como era de esperar- por sociólogos y políticos: faltan niños, enflaquece el Registro y se pone en peligro el sistema de Seguridad Social. La llegada de matrimonios jóvenes emigrantes aportó efímera alegría al padrón; pero algunas aprendieron pronto a nadar y guardar la ropa, por aquello de que donde fueres haz como vieres. Aquí no es probable aquella política «de prole augenda» que gobernantes previsores utilizaron para reponer la falta de brazos necesarios para el país. Aquí, dice un mosén tradicional que considera el aborto como delito de lesa Humanidad, únicamente se multiplican los moros, seguros de que poseerán la tierra. No era una broma el anuncio del Gran Muftí de París: «Con los vientres de nuestras mujeres conquistaremos Francia». Entonces pondrán a las francesas a parir.