Escena 1. La mañana viaja en AVE empujada por un ventarrón que descorre la persiana, ya desvencijada, de los álamos. Dice la radio que las temperaturas son insólitamente altas, pero que, ojo al viento, que se ha vuelto loco y que anda a la carrera, a 80 kilómetros por hora, que si no es necesario no se circule en coche por si las moscas. Las Navidades blanquean en el horizonte y hay una patina en el ambiente que mancha de humedad la vera del Duero.

Dos sombras aparecen en el marco de quienes corren para encontrar su sitio, para abrir hueco a las fiestas que vienen gordas y untadas en gula, como corresponde a una sociedad que todavía cree que navega en la abundancia. Se sujetan apenas, hombro con hombro, para no caerse, como las yuntas de mulas de antaño que se equilibraban a base de empujones hacia el lado contrario. El aire anda embravecido, dando mamporros a todo lo que se mantiene enhiesto. Un hombre y una mujer. El varón, vencido por los años; la mujer, derrotada por la enfermedad. Los dos andan junto al río en un día de perros con la única intención, seguro, de cumplir el mandamiento médico del paseo. Es un milagro que aquellos dos bultos no se agrieten y caigan, que no se evaporen; enroscados en la nada, guardan un equilibrio imposible. Ahí están, juntos, vivos. No hay nadie en el mundo más que ellos y ellos se quieren; a pesar de los otros; están juntos, aún respiran.

Escena 2. La mujer se acerca al oído de su hija y musita un «feliz Navidad» casi inaudible. La niña se revuelve entre las sábanas almidonadas que respiran colonia porque el sudor de una desahuciada ya no huele. «Feliz Navidad, mamá», responde con un vigor que sorprende en quien se achica como un bulto informe en una cama de hospital, que le queda grande. Las dos se abrazan y en el aire plomizo, caliente, con sabor a antibiótico, se abre una pausa para dejar pasar por la gatera de la imaginación la escena del resto de la familia que cumple, lejos, con la tradición en medio de una mesa bien surtida, aunque apagada por los sentimientos que se hunden en el estómago.

La niña habla como sin querer, sin mirar a su madre: «Lo he visto, sí, de espaldas, se ha marchado muy deprisa; quería que se hubiera quedado aquí un momento, para verle la cara. De espaldas parecía más delgado que el año pasado. Quería preguntarle por qué está más flaco. Puede ser que esté enfermo. Podíamos haberle dado esta medicina que lo cura todo, la que me dan a mí...».