Escribo asombrado. Con un profundísimo dolor en el corazón. Este puente de la Constitución me trae fatales noticias. Un querido, un respetado amigo, acaba de poner punto final a su vida que, hasta no hace tanto, se desarrollaba con razonable serenidad.

Mi amigo era un tipo básicamente inteligente. Quizás por eso tomó una decisión tan drástica y terrible para nosotros, pero tan cuerda para él. Quiso quitarse de en medio porque, para vivir con el corazón en un puño, esperando el momento en que diera el último latido envuelto en cables, mejor dejarlo.

Yo creo que, desde que le dieron la noticia de su mala suerte, mi amigo no volvió a sonreír. Desde que le dijeron que aquella mala pata se había metido en su vida, se volvió taciturno y en el verano, para arrancarle una palabra, había que meterle los dedos en la boca. Yo creo que se pasaba el día maquinando. El futuro incierto, cuando es tan cierto, debe dar escalofríos.

No sé si hay que ser muy valientes o muy cobardes para mirarle a la muerte a la cara pero, sé de cierto, que hay que estar muy tristes. De otra forma no se explica. Dicen que hombres aparentemente felices deciden ir al reencuentro de otras cosas. Yo lo dudo. Yo creo que nos aferramos a esta mierda vida en el convencimiento de que, algún día, nos llegará la prosperidad y la visión de un clavel reventón naciendo de ella.

A mí me queda en la cabeza el sabor de su enorme generosidad. Le habían contado los meses con los dedos de una mano y, ni corto ni perezoso, se preparó para el viaje final. No quiso molestar a nadie y, para facilitar las cosas, se fue al hospital, subió a la séptima planta y decidió coger el tren a la última estación.

Yo tuve el privilegio de estar a menudo con este amigo mío al que lo privaba tomarse una copita de coñac y un puro en la soledad de un rincón de un mostrador cualquiera. Quizás se refugió en él cuando comenzaron a adelgazar plantillas para que engordaran los bolsos de los dueños. Le tocó la china y le dolió.

No volvió a ser el mismo. Alguna vez me senté largo tiempo con su esposa y con él en alguna terraza sanabresa. Le gustaba estar conmigo porque, decía, lejos de darle la barrila con cosas trascendentales, siempre le contaba tonterías terrenales que le arrancaban una sonrisa.

Me ha provocado una tremenda pena no enterarme a tiempo para acompañar su piel hasta el camposanto. Su esposa, a la que quiero, ha querido llevar su drama en la más absoluta de las soledades, en silencio, discretamente. Supongo que tendría el abrazo de los más íntimos, pero, quizás subestimó a otros que, sin serlo tanto, los queríamos muchísimo.

A estas horas la noticia ha corrido como la pólvora en Sanabria. Estas malas cosas siempre corren como la pólvora. Y si es en puente, cuando todo el mundo se da cita allí, más. Ocurre con los premiados de la lotería. Los polos opuestos a menudo provocan las mismas reacciones de curiosidad popular.

Rozando todavía el parentesco, quiero enviarle un abrazo grande a toda esa familia que hoy reza en silencio o, cuando menos, en silencio lleva este enganchón de la vida.

Su pueblo ya no volverá a ser el mismo ni la carretera que desde él lleva al mío. Ahora, los veranos, estará un poco más vacía. Yo, que no soy dado a rezos, hoy echaré un Ave María a la Virgen del Carmen que, al fin y al cabo, es su Señora y la mía. Y si alguien, ahí arriba, puede hacer algo por facilitar el pasaporte para la diestra del Padre, es ella.

Queridísimo Pepe, descansa en paz.

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