Hace un par de años, a comienzos de 2010, escribí un par de artículos titulados, respectivamente, «¿Hacia la argentinización de España?» y «¿Hacia una época de convulsiones?». El contenido de ambos se puede deducir de sus títulos y, aunque bajo la modalidad prudencial de la interrogación, contenían el anuncio de algunas cosas que ya han surgido y el temor de otras que pudieran aparecer e intensificarse.

Con el término «argentinización» venía yo a definir no tanto una concreta situación de las cuentas públicas (la del «corralito», por ejemplo), cuanto un proceso progresivo de degradación, empobrecimiento y corrupción colectivos. Ese proceso no solo tendría como causa principal la propia economía y como impulsor importante los partidos políticos, sino que vendría impulsado por organizaciones sociales y por los mismos ciudadanos a título individual, tanto por acción como por omisión; pero, sobre todo, aplaudiendo y exigiendo de los políticos aquellas actuaciones que, aparentemente, cursan a favor de los ciudadanos, pero que, en la práctica, van en su contra, porque violentar lo posible en nombre de lo deseable no lleva más que al desastre.

Sigo pensando que la probabilidad de que ese proceso continúe y se acelere hasta un nivel irreversible no es muy alta; igualmente, que el conjunto de España posee palancas económicas y sociales suficientes para salir adelante. No obstante, en los últimos tiempos, aquellas señales que aparecían en el 2010 van reforzándose con otras. En el caso del conflicto catalán, por ejemplo, la respuesta del PSOE -responsable, a propósito, por voluntario activismo de la situación presente- de «federalismo, ni Dios sabe qué ni cómo », no ha contribuido más que a introducir una variable de mayor confusión en un problema complejo y endiablado. ¿Y cuáles han sido las razones del partido de don Pablo, don Felipe y José Luis para complicar más las cosas? Pues puramente electorales, de defensa de su negocio.

Pero es en otros aspectos de la actuación social y política donde veo yo motivos más preocupantes. La cuestión de los desahucios, en concreto, ha excitado a muchos políticos y grupos sociales a saltarse la ley o amenazar con ello y a proclamarlo, además. El sindicato policial SUP se ha manifestado a favor de apoyar a los policías que se nieguen a efectuar desalojos de viviendas; los Mossos d'Esquadra han hablado de que no quieren ser «verdugos »; los cerrajeros de San Sebastián se han negado a aplicar la ganzúa a las puertas; alcaldes de la península y de Canarias, socialistas y no socialistas, han amenazado con retirar sus fondos de las entidades bancarias que ejecuten... Pero quizás el caso más notable sea el de Juan Alberto Belloch, alcalde socialista de Zaragoza hoy e inventor en su día del capitán Kahn y del que él llamó «Código Penal de la democracia». Pues bien, este fenómeno de ojos saltones y vigilantes ha anunciado «que sus guardias no desalojarán a nadie», es decir, ha aseverado que los obligará a incumplir la ley.

Pero el caso más llamativo es quizás el de los jueces. A título individual unos, de forma colectiva la mayoría, parecen haberse imbuido en los últimos tiempos de una especie de «espíritu de san Garzón», que los lleva a pretender convertirse en otro poder legislativo. En algunos casos, mediante sentencias que llevan al límite las interpretaciones de la ley o que pretenden paralizar su aplicación por disconformidad con ella. De manera generalizada -también a título individual o, sobre todo, mediante manifestaciones colectivas-, oponiéndose a las iniciativas legislativas e, incluso, amenazando con no aplicarlas. En pocos meses ha ocurrido ello con la legislación laboral, con la ley de tasas judiciales, con la ley de desahucios, con la ejecución de lanzamientos, con los indultos. No importa que, en todas estas cuestiones, los jueces tengan ninguna razón, poca, mucha o toda. En primer lugar, no son ellos los creadores de la ley, sino quienes la aplican y la interpretan. En segundo lugar, los servidores del Estado están obligados a una cierta contención y discreción. En otros ámbitos esa ejemplaridad de sometimiento al cometido se lleva a rajatabla.

Piénsese, por ejemplo, en el cese fulminante del general director de la revista «Ejército», Ángel Luis Pontijas Deus, por permitirse una crítica sobre el proceso independentista en Cataluña, esto es, por incumplir su obligación de discreción en cuanto militar. Da la impresión de que en España muchos servidores del Estado -ya como Administración, ya como entidad política- han hecho suyo el lema de Huidobro: «¿Por qué cantáis la rosa, ¡oh, poetas!, hacedla florecer en el poema? El poeta es un pequeño Dios», y de que, como tales, se han puesto a hacer florecer su rosa en sus actos, en sus autos y en sus discursos.

Quizá no estaría de más recordar cuál es la conducta ejemplar en el funcionario o servidor público: cuando el 7 de septiembre de 1873 Nicolás Salmerón se vio obligado a firmar unas sentencias de muerte dimitió y se fue para casa sin firmar. No intentó ninguna fórmula torticera para no aplicar la ley, ni se declaró insumiso con ella siguiendo en su cargo. Se fue. Al igual que el señor Belloch, por ejemplo.

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