Con las trabas de todo tipo que todavía, a día de hoy, nos seguimos encontrando, por estos lares que habitamos resulta más fácil no morir en el intento de ser mujer que en muchos países de Asia. No sé hasta qué punto puede ser un consuelo. Pero nosotras podemos elegir, mientras en Asia están obligadas a cumplir códigos aberrantes. La mujer en países como Afganistán o Pakistán y tantos otros que viven en el oscurantismo, más propio de la Edad Media que de nuestros días, nace, se desarrolla, vive o mal vive, y muere, entre violencia y pobreza. Están a la orden del día los trágicos episodios que viven cientos de mujeres que son menos que nada, que solo tienen la consideración de burras de carga para el trabajo, de objetos sexuales y de vientres para la procreación. Así de duro y así de real.

No descubro nada nuevo si digo que la violencia contra las mujeres es algo absolutamente generalizado sobre todo en Asia meridional. A la pobreza general se añade la pobreza particular de las mujeres que deben soportar además los prejuicios y la discriminación, ambos son la cultura dominante, por el mero hecho de ser mujeres. La discriminación de la mujer se inicia en la cuna, y en esos y otros países de África y Latinoamérica, incluso el nacimiento de una niña se considera una desgracia o, rizando el rizo, un castigo divino. Solo la llegada al mundo de un niño varón es motivo de júbilo. La mayoría de las mujeres están entrenadas para el sometimiento y la resignación y consideradas ciudadanas de segunda categoría, eso cuando gozan de tal consideración.

Es realmente dramático el papel de la mujer en todos esos países. La crónica de sucesos nos da cuenta a diario de episodios de discriminación e incluso de violencia en forma de tortura. En Afganistán, y este suceso es el que motiva mi artículo, una chica de quince años ha muerto decapitada tras rechazar casarse con uno de sus parientes en el norte del país. Por aquí no habremos avanzado lo suficiente en igualdad, pero somos independientes y libres para elegir, gozamos de una independencia desconocida por millones de mujeres en otras latitudes.

El asesino de la joven afgana, prácticamente una niña, es precisamente su primo y pretendiente quien, acompañado de un amigo, la atacó con un cuchillo cuando llevaba agua para su familia. En Afganistán se combina una visión muy rigurosa del Islam con el atávico código de las tribus pastunes. Un código conocido en la zona con el nombre de «pastunwali», que aboca a las mujeres a un casi nulo papel decisorio. No podemos relegar al olvido que la situación de las mujeres fue especialmente dura en ese país asiático durante el régimen integrista talibán, que dominó Afganistán entre 1996 y 2001. Un lustro para el terror. Un lustro para la regresión.

Fue durante aquella oscura y vergonzosa etapa en la que se forzó a las mujeres a vestir burka y se les prohibió trabajar, estudiar e incluso salir al exterior a no ser que estuvieran acompañadas de algún pariente que, como no podía ser de otra forma, debía ser varón. Mal en el ámbito urbano pero es que en el ámbito rural es mucho peor. En Asia meridional hacer valer la condición de mujer es morir, literalmente, en el intento.