Se anuncian huelgas de Iberia para el ciclo navideño. Hoy el mundo laboral se presenta dividido en dos secciones: parados forzosos y huelguistas voluntarios; ciertamente no es la mejor forma de sanear la ruinosa economía y volver al cacareado estado de bienestar. De sobra es conocido el oportunismo del acreditado perito en huelgas: sabe cuándo y dónde duelen más. Porque cifra el éxito de una convocatoria de paro en el número de huelguistas (piqueteros incluidos), en los daños a las empresas y en la cuantía e intensidad de las molestias causadas al vecindario; no en vano se considera fracasada la huelga que pasa inadvertida por no alterar el rutinario ritmo de la ciudad. A ningún sindicalista experimentado se le ocurriría montar huelgas de madrugada en la madrileña Casa de Campo: prefiere la Gran Vía y el atardecer. Así son las cosas: la huelga es un derecho constitucional, el procedimiento de referencia es lógico... y cada palo aguanta su vela. Hoy por ti, mañana por mi, argüía el Castelar del bar al compañero de barra que consideraba «demasié» el número de huelgas y manifestaciones callejeras. Pero no todo el mundo manifiesta conformidad. ¡Habrá desvergüenza!, comentó una señora señalándonos el pasquín pegado al cristal de la parada de autobús. En el papelito se anunciaba una tanda de huelgas en el Metro y se pedía a los usuarios comprensión por las molestias. Pues no nos hagan la puñeta, exclamó la indignada dama, probablemente de derechas, porque añadió que los huelguistas le arreaban una patada a doña Esperanza Aguirre en los traseros de los viajeros del Metro. Me picó la curiosidad y leí en el papel un alegato justificatorio de la huelga: exigían un mejor servicio y denunciaban una privatización solapada. Pero esas reclamaciones deberían presentarlas los usuarios del Metro; lo suyo era exigir mejores condiciones laborales.

España es hoy una protesta. Clamorean en la calle los jueces, los abogados, los médicos, las enfermeras, los funcionarios, los profesores, los estudiantes, los agricultores, los ganaderos... y callan los pensionistas. Todos convienen en declararse defensores a ultranza de la enseñanza pública, de la justicia sin tasas «albertinas», de los transportes públicos, de la sanidad pública. Esto es, refieren lo que hay y que ellos dicen ver en peligro por culpa de las privatizaciones que, según se explican, barruntan. Muchos de los manifestantes son servidores públicos y se da la estupenda paradoja de que no pocos usuarios se muestran satisfechos de servicios que los profesionales no valoran tanto, acaso porque los conocen mejor. La cosa es que los gobernantes niegan una vez y otra y otra que tengan proyectos de privatización. Pero bien sabemos que palabra de político suele perderse como agua en cesta de mimbre. Entonces parecen oportunas y en cierto modo justificadas las suspicacias de los que dicen temer deterioros y calladas privatizaciones en los servicios públicos. No por ello sería menos perceptible el tufillo gremial que se advierte en las novísimas protestas callejeras, cuya licitud nadie pone en duda, cada cual defiende lo suyo y así debe ser. Sin embargo, no dejan de sorprender estas manifestaciones por «ramas de la producción», a los viejos nos recuerdan el antiguo sindicalismo vertical.

Y llega el momento de preguntarse quién maneja la batuta en este ruidoso concierto de protestas al que no es ajeno el propio Congreso. El caso es que la oposición suele utilizar lenguaje pancartero y los esloganes parecen síntesis de discursillos parlamentarios. Todo es bueno para el acoso y derribo, si a mano viene como solía decir mi inolvidable compañero y excelente amigo Rodríguez Tuda.