Con el aval entusiasta de la alcaldesa Araceli Alonso, los hermanos Cueto, propietarios del castillo de Villalonso, han presentado al presidente de la Diputación el proyecto de creación del Museo Provincial del Queso; le piden una ayuda que ciertamente merecen por la dispendiosa restauración de la histórica fortaleza, realizada a sus expensas. La airosa mole de espléndida fotogenia es hoy visitable, y de hecho es visitada por numerosos viajeros venidos de cualquier parte; es valorado como atractivo elemento turístico de la provincia y se vería enriquecido con el museo proyectado.

Así que razones tiene la alcaldesa de mi pueblo para confiar en una pronta positiva respuesta de Fernández Maíllo. El museo ha sido concebido con el objetivo didáctico de mostrar a los visitantes el proceso de elaboración del queso. Entiendo que no se le debe hurtar el carácter de homenaje permanente a una aventura legendaria de gentes de Villalonso. No me ciega la condición de Hijo Predilecto de esta villa, al hacer una afirmación que podría parecer hiperbólica cuando es objetivamente realista. Porque se trata de cierto hecho que merece ser interpretado como un fenómeno extraordinario: en la segunda mitad del siglo pasado salieron de Villalonso los queseros que montaron más de setenta fábricas en otros tantos pueblos de las provincias de Zamora, Valladolid, Salamanca, Burgos, Palencia, León, Segovia, Cáceres, Toledo, Álava... ¿Algún otro pueblo podría presumir de una epopeya parecida?

Hoy está de moda hablar del «emprendedor» como elemento necesario para una economía pujante y sostenible: el emprendedor es ingenioso, intuitivo, arriesgado, sacrificado, tenaz. Pues bien, Villalonso es cuna pionera de emprendedores. Gracias a la acertada interpretación de los signos de los tiempos, pasó del comercio a la industria. La falta de matanzas acabó con el tradicional negocio de las tripas secas para embutidos y los antiguos triperos se convirtieron en fabricantes artesanos de queso. Con ocasión de un congreso de Turismo, un grupo de periodistas, patroneados por el zamorano Jesús Vasallo, visitamos la quesería más moderna de España, instalada en Trujillo; mientras degustábamos las especialidades de la casa, el director nos ofreció interesantes detalles sobre el nuevo sistema francés de fabricación; gratamente sorprendido le oí decir que «los de Villalonso son los que mejor han entendido los secretos del queso». Tan bien lo entendieron -digo yo- que pronto modernizaron sus procedimientos artesanales y acreditaron marcas llamadas a participar como «invitadas especiales», en ferias y concursos. Pienso que en el proyectado museo del queso debe reservarse un lugar, suficiente y destacado, a las redondas etiquetas de las diferentes marcas; compondrían una sorprendente y lucida estampa acreditativa de la importancia de la empresa descomunal y en cierto modo comunitaria de todo un pueblo, perfeccionada por incontables hazañas dignas de ser contadas.

El espectacular éxito de los queseros de Villalonso alcanzó resonancias nacionales. Recuerdo a propósito que un día mi querido compañero «Tim», redactor-jefe de «Imperio», me llamó para decirme emocionado que según estadística publicada en cierta revista, Villalonso contaba con la más alta proporción de automóviles por habitante, matriculados en España. A causa del «boom» del queso, ya nunca más fueron conocidos con el remoquete de triperos mis paisanos. El cambio de negocio supuso un doloroso trauma para Villalonso: el tripero, terminada la campaña anual, regresaba puntualmente; el quesero se fue con su familia y los bártulos del oficio y nunca más regresó; no había emigrado en busca de trabajo sino como industrial emprendedor dispuesto a fomentar la prosperidad en otros pagos. En la localidad donde instaló la fábrica artesanal, edificó su casa y le nacieron los hijos; algunos, los más afortunados, compraron grandes fincas y explotaron granjas; otros ensayaron con éxito lucrativas industrias; todos acreditaron fidelidad al compromiso con el progreso de su nueva patria chica, en la que se habían incardinado con admirable naturalidad. Por eso se ha dicho con razón que Villalonso imprime un especial carácter de universalidad a sus hijos, que en ningún lugar del ancho mundo se sienten forasteros. La diáspora de los queseros y sus familias redujo el censo en proporción ciertamente alarmante. Es indudable que Villalonso se desangró en su épica aventura. Bien merece que, al menos, se la recuerde.