A comienzos de 1970 el compositor y director de orquesta norteamericano, Leonard Bernstein, organizó una fiesta en su dúplex de trece habitaciones en Park Avenue, Nueva York. El objetivo era recaudar fondos para las Panteras Negras, organización maoísta que propugnaba la destrucción del estado capitalista. Desde el asesinato años atrás de su líder, Malcom X, el grupo se había radicalizado. Basándose en la lucha racial y de clases, propugnaba el uso de las armas para alcanzar sus objetivos políticos. Allí estaba lo más granado del mundo artístico, intelectual y social de aquella época. Directores de cine (Otto Preminger, Sidney Lumet o Mike Nichols); periodistas (Bárbara Walters), fotógrafos de moda (Richard Avedon), estetas varios reunidos ante deliciosos canapés para escuchar el discurso de una decena de aquellos negros enfundados en abrigos de cuero negro, con gafas oscuras y pelo afro natural. Imponentes en su elegancia salvaje. Todos los detalles de la velada cuidados con mimo, hasta el punto de sustituir para la ocasión los criados de color por otros blancos sudamericanos. El ambiente se fue caldeando cuando una de las panteras presentes justificó la destrucción del aparato del Gobierno mediante el uso de la violencia. Pero la cosa no pasó a mayores. Al final del discurso, una de las damas asistentes concluyó: «Es un hombre magnífico, pero ¿y si alguno de esos ignorantes se toma todo el asunto de quemar edificios en serio?».

Lo contó otro de los periodistas presentes, Tom Wolfe, en su libro «Radical Chic» que en España se tradujo como «La izquierda exquisita». Wolfe aún no era el escritor archifamoso de «La hoguera de las vanidades», pero se movía entre esa élite intelectual de izquierdas que luchaba en Estados Unidos por obtener el prestigio que ya otorgaba en Francia o en Italia ser miembro del Partido Comunista. Por eso pudo contar aquel patético guateque desde dentro, con ironía y un poco de vergüenza. Pocos días después el «New York Times» se despachó a gusto en un editorial: caridad elegante que degrada al que la da y al que la recibe, burla a la memoria de Martin Luther King, Panteras Negras sobre un pedestal de Park Avenue, y en este plan. Toda esta pantomima no era otra cosa que el trasunto de un término francés acuñado a finales del XIX, la «nostalgie de la boue» (la nostalgia del fango), o la idealización de las almas primitivas, una emoción izquierdista por adoptar ciertos estilos o comportamientos de las clases más desfavorecidas. Y allí aparecía el joven rico con jersey de cuello alto y patillas hasta media mejilla, enarbolando por aquellos días toda la iconografía del rock, el pop-art y la estética camp.

Me vengo a referir con ello a que el rollo de Javier Bardem es más viejo que la pana, pero con menos gracia y estilo que la mascarada que montó Leo Bernstein hace cuarenta años. La añoranza del barro llevó al actor millonario y empresario de hostelería a apoyar públicamente hace unos meses los asaltos a los supermercados de Sánchez Gordillo. Ahora, aprovechando la promoción de su nueva peli, ha declarado que «este Gobierno tiene una absoluta falta de compromiso con el sistema público y social». De acuerdo, podía haberse quedado ahí, pero esa frase la recitaría cualquier político de la oposición. El tenía que ir más lejos y pronunciar unas palabras de consuelo para los que chapotean en el lodo tercermundista de la educación pública en España: «el Gobierno quiere aliviar la deuda de este país con los lápices y los cuadernos de los colegios». Nada de recortes en tablets o becas de comedor, sino en lápices y cuadernos, como en Haití. Además tenía que explicar que «la crítica no va de colores de partidos, es una cuestión de sensibilidad». Por eso su hermosa y erótica bocaza permaneció cerrada durante todo el mandato zapateril cuando se bajaron las pensiones y los sueldos de los funcionarios. Pero aún quedaba la traca final para dejar bien claro el sadismo político, la maldad intrínseca de los que ganan las elecciones sin su apoyo: «Al PP le viene bien tanto paro para que las condiciones laborales sean terribles».

Lo dejó escrito Tom Wolfe, uno de los artífices del periodismo moderno que convivió con la izquierda acaudalada del país que ha hecho rico a Bardem: «El izquierdismo exquisito, a fin de cuentas, es solo de izquierdas en el estilo; en el fondo forma parte de la buena sociedad y de sus tradiciones». Y añade: «La política tiene su utilidad. Pero jugarse la propia posición por la nostalgie de la boue en cualquiera de sus formas hubiera sido contrario a sus principios». Amén.