Depurar es un verbo que la política y los medios informativos utilizan con frecuencia y no sin motivo, pues hay muchas impurezas que barrer, más que cuando se cantaba «Si yo tuviera una escoba...». Metáfora de la suciedad que aguantan las narices del país podría ser el Madrid dieciochesco que describe el escritor tinerfeño Cristóbal del Hoyo Solórzano. Cuenta bajo el titulillo «La marea de Madrid» que la Villa empleaba 24 escobones y gran cantidad de agua para arrastrar la porquería de las calles hasta los carros podridos, y advierte que ciertas señoras se complacían en invitar a sus amigas a tomar chocolate en el balcón, mientras contemplaban el nauseabundo espectáculo. «Amenazar» es otro verbo de uso frecuente en este tiempo, amenazan políticos en la oposición, barbados sindicalistas de clase y oficio, comentaristas en clave de crítica. Todos porfían en amenazas tremendas al que manda y se hace el sordo a las protestas.

Depurar y amenazar se conjugan ahora en el ayuntamiento fermosellano, según apuntan noticias de prensa. El alcalde denuncia amenazas graves que investiga la Guardia Civil; por otra parte, existe el propósito de depurar el callejero eliminando de las calles nombres de ediles que hoy no parecen plenamente merecedores de tal honor. Aquí hemos opinado en más de una ocasión, sobre los peligros ciertos e inconvenientes notorios de personalizar lugares públicos, de imponer al pueblo memorías que a veces le importan poco y a veces le molestan mucho. Aunque no se quiera, la llamada memoria impuesta suele ser consecuencia de una actitud eminentemente partidaria, especialmente si intervienen motivaciones ideológicas. Porque el político se ha creído destinatario del privilegio de nominar las cosas, que Dios concedió a Adán, paseante en el Paraíso. Parece natural que el político, siempre dispuesto a barrer para casa, pretenda imponer en las calles la memoria de personajes -o personajillos- de su devoción partidista. Con razón se dice que en las variaciones del callejero se refleja la supremacía política en las diferentes épocas. El que quiera saber «quien manda aquí» podría aprenderlo en peripatética lectura de los nombres de calles, plazas y jardines.

Hoy por ti, mañana por mi. Es la moraleja que parece aflorar en ciertas políticas de homenaje, el que da a una calle el nombre de uno de los suyos, espera que un día también los suyos le dispensarán el mismo honor. No siempre hay que esperar, en la lápida conmemorativa de una obra, el alcalde fija su nombre nombre de autor como dato importante. En alguna ocasión, con autocomplacencia llamativa, hace unos días, con ocasión de la apertura de curso del IEEM en la venerable Casa de la Villa, me permití llamar la atención de unos compañeros sobre un artístico recordatorio en madera, colocado a la entrada del Salón de Plenos, se refiere a cuatro reformas del local, en las tres primeras figuran los nombres de los artistas y no constan los de los regidores; en el cuarto, el mérito solo es atribuido al alcalde, don Enrique Tierno Galván. El prurito de vanidad infantil da un tinte de amable humanidad al cínico admirable. Me parece también muy significativa la leyenda del monumento de Claudio Moyano, cuando fue inaugurado, exhibía una dedicatoria era simple y suficiente: «Al Excmo Sr. D. Claudio Moyano Samaniego» por grandes servicios prestados a la Instrucción Pública, el Profesorado español, 1900». El monumento fue traslado por imperativos de Tráfico. El alcalde Tierno Galván lo reinstaló en la Cuesta del mismo nombre, la singular gesta se hizo constar en muchas más líneas que la dedicatoria original. Culto a la personalidad se llama tal achaque de políticos, que acostumbra a salirle cara al contribuyente. La vanidad de los virreyes autonómicos explica el despilfarro irracional causante de los insoportables déficits. Ya lo avisó Vizcaíno Casas: todos querían que les tocaran chirimías y que sonara la bocina de sus lujosos cochazos.