Conocí a Agustín García Calvo en un ya lejano 1977 cuando el otoño enviaba sus heraldos de oro viejo a los árboles del campus de la Universidad Complutense de Madrid. Asistí a su reintegración a la Cátedra de Latín, unos años después de haber sido desposeído de ella por apoyar las protestas estudiantiles de 1965, en las que creyó ver no un simple descontento hacia un gobierno, sino una negación de los jóvenes a que el Poder redujera la vida a Capital o Dinero.

La sorpresa fue mayúscula cuando entró en el aula donde le esperábamos más de un centenar de estudiantes, pues, en lugar de aparecer el típico profesor de traje gris y aspecto ceniciento provisto de un maletín de ejecutivo, apareció un sujeto de espectacular melena aleonada, anchas patillas, macuto de cuero colgado al hombro y atuendo que recordaba el plumaje colorido de los pájaros.

La clase giraba en torno al poeta veronés Catulo, copió alguno de sus poemas, por supuesto de memoria, en la pizarra y, al instante, fuimos cautivados por la cadencia y ritmo de los versos, lanzados al aire por una voz de bronce bien timbrado que, sin duda, hechizaba a su auditorio como lo harían las magas de Tesalia. No era necesario más para que de inmediato comprendiéramos que la poesía va unida a la canción y a la música, que es «palabra en el tiempo», como decía Juan de Mairena, el apócrifo de don Antonio Machado, poeta muy admirado por el sabio zamorano. Y buena prueba de esta feliz conjunción entre la palabra y la música son las colaboraciones de Agustín con cantantes como Chicho Sánchez Ferlosio y Amancio Prada.

Ya invadidos por el entusiasmo, en las clases siguientes nos animaba a la lectura de los versos latinos, aunque no pocas veces provocásemos su desesperación, porque no éramos capaces de alcanzar ni de lejos el ritmo y la cadencia de sus recitados, pues poseía nuestro paisano un oído envidiable y un conocimiento sin parangón de la prosodía, rítmica y métrica de las lenguas antiguas y modernas.

Y, poco a poco, fuimos descubriendo la superioridad de las palabras habladas sobre las escritas, negras flores sin aroma que plantamos en la blancura del folio, mariposas pinchadas con alfileres almacenadas por los coleccionistas, a diferencia de las orales que se precipitan bravías por el hilo del tiempo, musicales como los álamos rumorosos por el viento mecidos o los arroyos que serpean lamiendo guijos y espadañas, indómitas como pájaros de poderoso vuelo, irreductibles como ciervos esquivos en la espesura del monte.

En muy pocos días, las clases no eran suficientes para acallar las inquietudes que despertaba su persuasivo discurso y empecé a entablar con él conversaciones por los pasillos, a frecuentar sus tertulias en las cafeterías, contemplando su sistemática demolición de la Realidad, sus esfuerzos por contactar con lo que se nos hurta y está en lo hondo y por debajo de todas las ideas.

Ya entonces comprendí que no todos los filósofos presocráticos habían nacido en Grecia, rodeados por el mar vario, calmo o embravecido desatándose en espumas contra los cantiles, también había un presocrático nacido en Zamora, a las orillas del Padre Duero festoneadas de chopos que al cielo se desperezan, río querido que el maestro evoca en su Registro de recuerdos:

Era por la orilla de acá del Duero, y veníamos la cuadrilla de los muchachos (yo también entre ellos, claro, aunque ahora no me veo), veníamos de las islas de río arriba, entre marchando y danzando, por el senderillo medio ahogado de juncos y malezas del estío.

Nunca podré olvidar las charlas en torno a la filosofía antigua, sobre los poemas de Heraclito (así siempre él lo pronunciaba) y Parménides, la distinción entre el pasar de las cosas que pasan y el estar de las ideas que están, las aporías de Zenón de Elea y su negación del movimiento y el cambio («las cosas no se mueven ni donde están porque están, ni donde no están porque no están»), las reflexiones sobre la imposibilidad de espacializar el tiempo, aquel enigma al que los niños griegos se referían con unas ingeniosas palabras: «Ahora que he pasado soy lo que no era, y mientras estoy pasando no soy lo que soy».

Y siempre la poesía como fondo, los dáctilos, los yambos, los troqueos, Lucrecio y su locura, Homero, Horacio, Virgilio, Sem Tob, Fray Luis de León, Rosalía, Unamuno, Antonio Machado... y tantos otros (algunos anónimos) que, a pesar de ser individuos, y, en sentido etimológico idiotas, habían tenido la inmensa fortuna de que a través de ellos se filtrase lo común, lo que está debajo, de tal forma que hasta habían conseguido que sus versos los hiciera suyos la gente:

Hasta que el pueblo las canta,/ las coplas, coplas no son,/ y cuando el pueblo las canta/ ya nadie sabe el autor.

Y es que él mismo podía figurar en pie de igualdad con los más grandes poetas por sus versos propios, como los de este terceto con que abrocha uno de sus maravillosos sonetos:

Yo soy el acto de quebrar la esencia:/ yo soy el que no soy. Yo no conozco/ más modo de virtud que la impotencia.

O por las recreaciones de poesías ajenas a través de bellísimas traducciones que, con frecuencia, son parangonables al original del que proceden, y como muestra los versos con que cierra su versión del soneto LXV de Shakespeare:

Negra visión: ¿en dónde, ay, la mejor prenda/ del Tiempo contra el Tiempo encontrará guarida?/ ¿Qué fuerte mano a su corcel tendrá la rienda?/ ¿O quién que su saqueo de hermosura impida?/Ah, no, nadie; a no ser que, por milagro raro,/mi amor en negra tinta esté luciendo claro.

¡Y qué delicia, cuando hablaba de lo que habla, cuando buceaba en la gramática y sus reglas, aquellas que funcionan tanto mejor, cuanto menos conscientes se es de ellas!

Se me antoja insustituible este titán zamorano, casi imposible aunar en uno solo tanto saber, tanto arte, tanta veneración a la Razón común, tanto espíritu de rebeldía...

Querido maestro: gratias tibi agimus et sit tibi terra levis (te damos las gracias y que la tierra te sea leve).