Conocí personalmente a Agustín García Calvo hace doce años en unas jornadas sobre despoblación y desarrollo rural celebradas en Porto en las que el filósofo zamorano protagonizó la reunión más surrealista, divertida y enriquecedora que uno pueda imaginar. Pónganse en situación: un grupo numeroso de vecinos que reclamaba ayudas, inversiones, infraestructuras, buena señal de televisión, mejores precios para el ganado y, en suma, atención a los pueblos, y enfrente, el autor de «Libre te quiero» pidiendo eso, que fueran libres, que se olvidaran del Mercado y del Dinero, que se rebelaran contra todo, pero especialmente contra el Estado. Fueron dos horas memorables de un debate sin vencedor ni vencidos. A los argumentos intelectuales y ácratas de García Calvo oponían los de Porto la dura realidad de un pueblo aislado, marginado y con carencias de todo tipo, sobre todo de futuro dada la falta de jóvenes y de niños. Fue entonces, al hablar del incierto mañana de la localidad, cuando le oí al poeta de las patillas y las camisas chillonas una frase que se me quedó grabada: «No os preocupéis por el mañana; el mañana cuidará de sí mismo; a cada día con su mal le basta». El auditorio enmudeció. Al silencio siguieron unos murmullos de extrañeza y recelo. El señor del pelo rizado acababa de decir que esas palabras estaban en el Evangelio, y aquello, entre aquellas gentes, tenía un plus de autoridad y fuerza. Después, tras la asamblea-debate, García Calvo nos resumió su experiencia: «Nada nuevo ni distinto a lo que uno nota en Madrid o Zamora; la gente quiere televisión y autos en vez de intentar liberarse del Sistema y de sí misma».

El encuentro y la conversación de Porto me reafirmaron al cien por cien en la idea que yo me había forjado de García Calvo a través de la lectura de sus ensayos, poemas, obras de teatro y artículos. El hombre en carne y hueso, en charla cercana, era el mismo personaje que había escrito lo que había escrito y que había hecho lo que había hecho sin buscar ni el reconocimiento ni la fama ni la rentabilidad económica ni el prestigio social. Allí había un tipo que creía lo que decía y que hacía del lenguaje la mejor de las armas para luchar contra la mediocridad, el conformismo, la manipulación y el sometimiento al Poder en cada una de sus múltiple formas y variantes. Allí había un pensador dispuesto a no dejar que nadie dejara de pensar, a provocar la discusión, a remover aguas estancadas y pútridas, a invitar a la reflexión y, con ella, al cambio individual y social, a la catarsis de un mundo que no nos gusta a casi nadie pero que nos tiene amodorrados, sin capacidad de reacción. Pero había también un espíritu sensible, casi romántico, el que estalla en «Canciones y soliloquios», en las baladas y romances, en la prosa poética de todas sus creaciones, en poemas como el que encabeza este artículo, «El mundo que yo no viva», uno de mis favoritos, especialmente tras escuchárselo cantar a Amancio Prada y a Chicho Sánchez Ferlosio, que le puso una música que estremece y siembra el alma de escalofríos. Mientras escribo estas líneas, suena en mi viejo tocadiscos y me llegan a los adentros sus versos: «El mundo que yo no viva/ lo pensé como cosa extraña,/ como arca de maravilla./ Ay de mi vida./ Más limpio que el agua de oro/ es el mundo que yo no viva:/ no hay naves de arar espumas/ ni arado para las viñas,/ el gran árbol le da su fruto/ al que el nombre del fruto diga./ Ay de mi vida».

Al lado del ordenador, como en inquietante contraste, tengo un ejemplar de la 2ª edición del Manifiesto de la Comuna Antinacionalista Zamorana (CAZ), un libro al que todavía no se le ha hecho justicia, y menos en esta tierra. Una delicia releerlo, aunque hoy lo haga con tristeza. Me lo regaló Emilio Salcedo, uno de los mejores periodistas y de los mayores intelectuales que he conocido, cuando yo daba mis primeros pasos en El Norte de Castilla. «Toma, para que presumas de paisano», me dijo tierno y cortante. Y sí, es para presumir porque ¿qué provincia, qué comunidad e incluso qué nacionalidad histórica cuenta con un documento semejante, con un compendio de historia, filosofía, política y visión social de tal magnitud? Ahí, en esas sesenta páginas, está el pensamiento de García Calvo pero también su inmenso cariño a Zamora, no siempre correspondido. Y ahí, asimismo, su ironía esperanzada, resumida en el párrafo final, que no me resisto a no reproducir. Dice: «Pues Dios no lucha contra Dios ni el Estado contra el Estado, y bien somos conscientes de que las posibilidades de una Zamora independiente y libre dependen no ya de la desaparición de España, sino de la desaparición de todos los estados y del Estado mismo».

Y como sentido adiós vayan los versos finales de «El mundo que yo no viva», los que rezan: «Ese mundo no es el mío:/ es el tuyo: el que en tus pupilas/ hundido está desde siempre/ y no lo alcanza mi vista./ A ese mundo quisiera entrar/ antes que suene la hora/ -ay- de mi vida». Y la hora sonó. Probablemente, García Calvo ya esté en ese mundo, donde, según escribió «Allí no hay noche ni día:/ cuando ordeñan a los rebaños/ de púrpura el mar se agría». Y nosotros, sin él, podremos repetir su «¡Ay de mi vida!».