O de la necesidad que en el mundo hay de personajes como Agustín García Calvo. Sabios por histriónicos, histriónicos por sabios.

En el antiguo teatro grecolatino el histrión era el actor que salía a escena con una máscara que representaba a su personaje. Leo en una enciclopedia recogida en esa biblioteca de Babel borgiana que es la Red, que los primeros histriones fueron simples danzantes que los ediles de Roma enviaron a buscar a Etruria hacia 363 a. C. Después, estos mismos pasaron a ser actores parlantes pero por su condición servil fueron mirados siempre como infames, por lo que no podían adquirir el derecho de ciudadanos romanos.

No es este un artículo hagiográfico, por mucho que estén de moda esas biografías en las que con tanto exceso se resaltan las cualidades del biografiado. No lo conocí personalmente. Sí lo he disfrutado en unos cuantos de sus libros, en algunos de sus poemas y en bastantes de sus artículos periodísticos. En todos esos moldes a los que él daba forma desde dentro, llenándolos magistralmente, artísticamente, con unas palabras con las que jugaba como pocos porque como pocos sabía de dónde venían y hasta dónde podían llegar.

Elemento consustancial a la cualidad humana es la capacidad para el lenguaje. El Poder utiliza el lenguaje como arma, pero también lo teme más que a nada. A Agustín, por ello, le quitaron la cátedra oficial, pero él nunca cedió la real. La de la provocación como ariete y el histrionismo como inteligencia que está más allá de los convencionalismos.

Con el transcurso de la vida uno va descubriendo que son instantes lo más que va quedando y por lo que merece la pena vivirla. A Agustín le debo uno y quiero agradecérselo aquí, en un hasta luego, porque como bien decía Amancio Prada, a diferencia del resto de mortales, los poetas no se van, nos dejan su obra. Fue una noche de invierno, junto a una chimenea, allá donde una línea imaginaria delimita los hielos del norte. Abrí una buena edición del «Kalevala», el gran poema épico finlandés que compiló siglos de narraciones populares de gesta transmitidas, generación tras generación, por tradición oral.

Allí, entre amigos, frente al fuego y, quizás, tras un sorbo de whisky, empecé por un prólogo que no siendo corto se me hizo breve. Era de Agustín García Calvo y en él aprendí una palabra nueva. Decir cantilena en vez de cantinela se ha convertido, desde aquella noche, para mí en algo mágico. No sé muy bien por qué, pero ocurrió.

Ahora comparte el Olimpo de los poetas y filósofos clásicos. Aquéllos con los que compartió toda su vida. Los genios han de morir para alcanzar el estatus de mito. Lástima que siempre lo hacen demasiado pronto; en el caso de Agustín García Calvo, cuando aún le quedaban tantas palabras por engarzar en sabias, bellas y musicales cantilenas.

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