Hace casi cincuenta años, el diez de septiembre de 1963, se celebró en la capital zamorana el primera Día de la Provincia del que se guarda memoria. El acto, al que asistieron los alcaldes de toda la demarcación, fue amenizado con un concurso literario exaltando a las tierras zamoranas y contó con la actuación de diversos grupos de folclore de los diferentes partidos judiciales.

Muchas cosas han cambiado desde entonces. Aunque esta tierra sigue siendo igual de periférica que en los años sesenta, el perfil de las gentes que la habitan y que a ella se sienten vinculados ha experimentando un cambio difícil de soslayar, en tanto que, a estas alturas, el perfil de las personas que nos reconocemos a nosotros mismos como zamoranos no es el mismo que hace cincuenta años. Si en aquella primera edición la Diputación quiso rendir un homenaje a la «familia campesina», premiando a tres de ellas en representación de todas las familias de la provincia, el perfil de los premiados en esta edición, como la empresa Aguas de Calabor, encaja poco con ese imaginario colectivo de un país de labradores que tanto ha marcado esta tierra hasta hace pocas décadas. El perfil de los zamoranos ha cambiado al ritmo que cambiaba el perfil de la tierra: así, de una provincia con unos índices de analfabetismo aterradores, que exportaba mano de obra poco cualificada, y cuya mentalidad rural era abrumadora, hemos pasado a una provincia que si bien es cierto que sigue exportando mano de obra, ahora lo hace a un ritmo menor y en general más cualificada. Y con las gentes que se fueron, cambió también la identidad de la provincia, la forma de reconocerse a uno mismo como zamorano, asistiendo por ello al nacimiento de una identidad novedosa que hubiera sido impensable solo cien años antes: los zamoranos de Madrid, de Barcelona o de Bilbao; personas que nacieron en otros lugares, hijos o nietos de zamoranos, pero que mantienen una relación afectiva con la tierra de sus mayores sin la cual es difícil entender, entre otras cosas, el paisaje humano de esta provincia durante los meses estivales.

La mesa donde me senté a almorzar ayer para celebrar el Día de la Provincia es una buena metáfora de ese cambio que se ha ido produciendo en lo que podríamos denominar identidad zamorana. De los diez que éramos, solo dos de ellos eran zamoranos de nación: Miguel Ángel, un sanabrés que viaja por el mundo durante todo el año y que se dedica a coleccionar medallas olímpicas como si fueran recuerdos que uno compra en el aeropuerto mientras espera su vuelo; y David, el hijo de Antonio Redoli, que ejerce un alto cargo en el organismo que regula la energía nuclear en España. Ninguno de los dos vive ya en la provincia, una provincia en la que nunca ha vivido Lina, la pareja de David: una zamorana nacida en Acacías, en el Departamento del Meta, en Colombia, un territorio que por cierto fue explorado por el castroverdense Diego de Ordás. No deja de ser una hermosa metáfora que sea Lina la persona encargada de gestionar en una red social un grupo que lleva por título el hermoso sintagma de «Zamoranos por el mundo». De mis otros compañeros de mesa, solo Ricardo, un mayorgano, no ha nacido en Madrid. Los otros seis, por lo tanto, formamos parte de esos «otros zamoranos» que ni nacimos aquí ni quizá fijemos en estas tierras nunca nuestra residencia. Sanabreses con el corazón escindido entre el lugar donde nacimos y el lugar donde están enterrados los nuestros. Acogidos por una tierra abierta, la madrileña, que nos deja disfrutar de la ambigüedad de querer ser de varios sitios a la vez. Y es que los que somos zamoranos de Madrid tenemos la suerte de imaginarnos vinculados a dos de las identidades más abiertas que hay en España. Madrileño, como zamorano, es el que quiere, no el que puede. Y da igual lo que uno hable, o lo que piense a izquierda o derecha. Eso es un matiz capital en una España que a veces parece dirigirse, como tantos otros lugares, hacia la Edad Media en un proceso que nada, ni siquiera el discurso ilustrado, parece ya capaz de detener.

Miro hacia las mesas de alrededor y veo a muchos otros como yo, zamoranos de Madrid, organizados ya en torno a La Casa o a la Hermandad Zamorana. Y reconozco en ellos, como reconozco en alguno de mis amigos más cercanos, la tranquilidad que da el no tener que cuestionarse quién es uno a cada rato; la madurez de asumir todas las identidades como algo provisional y en realidad ilusorio: construcciones culturales que, en el fondo, uno no ha de tomarse demasiado en serio. Anhelos que nos sirven para juntarnos con los amigos a celebrar lo que imaginamos ser, y sitios a los que volver cuando ya nadie nos espere en ningún lado. Por eso cuando, al terminar la comida y mientras alzábamos nuestros vasos de orujo carballés, alguien dijo, «el año que viene en Jerusalén», imitando el brindis judío al acabar el día del Perdón, todos asentimos. Volveremos, claro que volveremos.