Los endeudados países de la periferia ya tienen lo que querían. Una herramienta mediante la cual el Banco Central Europeo los ayudará, de forma ilimitada, a mantener a raya el coste de sus préstamos. Los ahorradores países del norte también han visto colmados su anhelos: que ese salvavidas no sea gratis. Las naciones que reciban el balón de oxígeno deberán someterse a estrictos sacrificios, mucho más duros de los que ya tienen en marcha. Llegó el momento crucial para España: o pide el rescate, o espera que se produzca un milagro y el viento deje de soplar en contra. Sea cual sea el camino elegido, no bastará para arreglar las cosas. Para mejorar hay que recuperar el crecimiento, tarea imposible si nada cambiamos para ser más competitivos.

Los socios de la UE no pueden compartir un sistema en el que, como dijo Mario Draghi, «tú gastas lo que quieres y luego me pides que emitamos deuda conjunta» para devolverlo, pero tampoco otro en el que los Gobiernos poderosos obtienen financiación gratuita y a los demás les sale por un ojo de la cara. Lo novedoso de lo ocurrido esta semana, con esa conjunción el jueves de la cumbre en el Banco Central Europeo (BCE) y de la visita a Madrid de la mandamás europea, Angela Merkel, es que, por primera vez, existe un mecanismo preciso para corregir esos desequilibrios que da satisfacción a los intereses de todas las partes en conflicto: la que reclama solidaridad, España e Italia mayormente, y la que saca el látigo sin miramientos para con los presuntos gastizos y los manirrotos, Alemania y sus aliados nórdicos.

A tenor de las reacciones iniciales, la fórmula del «rescate preventivo» diseñada por el BCE tiene visos de poder funcionar. Los mercados la han acogido con eufórica, un síntoma de que les proporciona tranquilidad: la Bolsa subió y la prima de riesgo comenzó a relajarse como no lo hacía en muchos meses. Ahora los inversores parecen tener la certeza de que, ocurra lo que ocurra, no verán comprometido su dinero. Este camino, en cualquier caso, no será de rosas para los Gobiernos animados a emprenderlo. Tendrán que aceptar severísimos ajustes.

España tiene que decidir qué hacer. El equipo de Rajoy parece empeñado de momento en dejar transcurrir los días para ver si las circunstancias dan un giro inesperado y lo favorecen sin necesidad de lanzar el grito de auxilio. El coste de pedir el rescate podría ser muy elevado. Las pensiones y las prestaciones de desempleo es lo que queda por tocar y nadie se atreve a descartar que la letra pequeña del memorándum de entendimiento, la que como siempre en estos casos no se conoce, incluya dolorosos requerimientos al respecto.

Hay que levantar la vista. Pase lo que pase, con financiación más o menos barata, el problema de fondo va a persistir: las Administraciones no lograrán mantenerse eternamente del crédito y han sufrido una descomunal merma en su recaudación, irrecuperable en una parte muy cuantiosa. La economía nacional -la regional todavía más- y las haciendas están gravemente heridas. No existe más secreto para invertir la tendencia que recuperar la actividad económica. Volver al crecimiento traerá más ingresos, más empresas, más empleo, más consumo. Antes que esta, las preocupaciones han sido otras, que si los bancos, que si la deuda, que si el déficit, que si el euro, que si Europa.

Con un mercado interior deprimido, no hay otro campo para mejorar que la exportación. Y será difícil conquistar nuevos mercados mientras no ganemos competitividad. El éxito germano, en boca de todos como modelo, ha sido ese. El euro significó en la práctica una devaluación interna que relanzó las capacidades alemanas. El marco era caro. Con la nueva moneda, las mercancías resultaron mucho más asequibles fuera y convirtieron Alemania en una potencia exportadora de la magnitud de China.

Querámoslo o no, estamos abocados a sufrir una devaluación para que la economía despegue. Una devaluación significa, lisa y llanamente, un empobrecimiento al bajar precios y salarios. Con moneda propia es fácil hacerla y los ciudadanos tienen la engañosa sensación de que no les afecta. Que España vuelva a la peseta para conseguir ese efecto supondría un cataclismo. Lo admiten incluso quienes alientan la ruptura. Manteniéndose en el euro hay caminos indirectos para acercarse a un objetivo similar, caminos que suponen, en definitiva, recortar el nivel de vida para reducir costes y vender más barato.

Igual que la historia asigna a los acuerdos de La Moncloa una importancia decisiva en la consolidación de la democracia, lo que a España le convendría en otra encrucijada determinante es un pacto de rentas por el que todos sin distinción, y cada cual en su medida, arrimemos el hombro para invertir la tendencia. Los partidos deberían tomar la iniciativa. Gobierne quien gobierne aplicará parecidas recetas. Lo malo es que andan inhibidos, al acecho del desgaste del contrario, más preocupados de su supervivencia electoral que de la del país. La cooperación ayudaría a la sociedad a recobrar la quebrada confianza en sus representantes.

Necesitamos reanimar la conciencia cívica, recuperar cualidades como la honradez, el mérito, la ejemplaridad, la rectitud o el compromiso, repartir con justicia la carga para mantener la cohesión social y desterrar a los pícaros y a los mediocres. El futuro requiere financiación, orden y estabilidad. La financiación parece en vías de normalizarse desde la receta del BCE de esta semana y la bendición de Angela Merkel. El orden supone dejar de disimular los desconchones de la casa y acometer verdaderas reformas, no indiscriminados recortes o maniobras para ganar tiempo. La estabilidad solo puede llegar de un entendimiento entre las principales fuerzas políticas que una a toda la sociedad en una dirección común: la de supeditar la comodidad propia a los sacrificios en virtud de los cuales reverdecerá el progreso.

Para recuperar competitividad, hay que unir a la sociedad en una dirección común: la de supeditar la comodidad propia al sacrificio en virtud del cual reverdecerá el progreso.