Con alguna frecuencia la tele repite algún monólogo de Gila. Y el televidente disfruta porque las creaciones de Gila no han perdido vigencia, lozanía y gancho. Pasa lo mismo con los chistes de Mingote y el teatro de Miguel Mihura, por ejemplos más a mano: el genio es perdurable en sus obras. Ciertamente el monólogo es el género literario donde mejor se expresó nuestro humorista; le granjeó mayor fama y beneficios económicos. No es fácil ni segura la profesión de caricato: «Recuerda cómo terminó Ramper», le avisaba a Miguel en mi casa de Barcelona su mujer Chava, una zamoranita muy zamorana. Cuando Gila se presentó en la Ciudad Condal con la compañía teatral de Virginia de Matos, el autorizado crítico Alfonso Flaquer lo clasificó de caricato excelente al estilo del famoso «Carapalo»; aunque la comparación se ofrecía absolutamente ventajosa para él, a Gila no le agradó.

Se consideraba humorista esencial, con razón, pues llegó a ser el más popular de la pléyade selecta, numerosa y probablemente irrepetible que floreció en una época denostada como «páramo cultural» por sectarios con anteojeras.

Bien podría atribuírsele al humorismo de Gila el carácter de fenómeno sociológico. Es sabido que hizo eclosión en el teatro Fontalba con la participación de Gila en el homenaje a un actor amigo. El todo Madrid teatral coincidió en señalar la importancia del exitoso acontecimiento: había aparecido un humorista singular con plaza teatral asegurada. Pero, (no se me tome la cita a irreverencia) «la cosa empezó en Galilea»: en verdad el fenómeno se había fraguado en la década zamorana de Miguel Gila Cuesta. Miguel nació en Madrid y Gila se hizo en Zamora. Aquí había creado y ensayado los primeros monólogos, con gratuitas intervenciones en el escenario del Barrueco, en los salones de Educación y Descanso y en el locutorio de Radio Zamora. Por eso los zamoranos podemos aplicarnos estos versos: «Juan de Mena cuando oyó/ la nueva trova sabida,/ contentamiento mostró...». Festejaron el éxito de los monólogos que habían conocido y aplaudido como ingeniosos y llenos de gracia. El caso es que se ha pretendido ignorar esos diez años de Gila en Zamora, donde se constituyó en personaje popular, admirado y querido. Inevitablemente, del desafuero hay que culpar a la política que todo lo enturbia; mal casaba, a juicio de los mandarines políticos, el humorista que al decir de autorizada tertuliana, siempre llevó camisa roja, con el que en Zamora vistió uniforme caqui de soldado, camisa azul y corbata negra como funcionario del Gremio Harinero y la túnica negra de la cofradía de Jesús Caído, vulgo excombatientes. (El sedicente miliciano del legendario Quinto Regimiento figuraba con sus datos personales en el libro de cofrades).

El género literario del monólogo no agotó las posibilidades que se le ofrecían al afanoso ingenio de Miguel Gila. Es probable que el curioso admirador encuentre interesantes colaboraciones suyas en los archivos de Radio Zamora, la venerable emisora donde un tiempo fueron puntos fijos el humorista madrileño y el locutor catalán -bien que se le notaba- Vicente Planells. En la hemeroteca del diario «Imperio» hallará abundantes trabajos de Miguel Gila: ejemplares de sus celebérrimos «monos», ilustraciones de artículos y trabajos literarios de indudable interés. Le era fácil inventar secciones, tanto como sustituirlas por otras. En «Tiritos» intentaba corregir, con puyazos indoloros, fallos edilicios y costumbres estúpidas, se burlaba de los consultorios amorosos, de los partes facultativos y de la patosería del disco dedicado. En «Cartas a mamuchi» le contaba a su manera novedades de la ciudad y en «Teatro para enanitos» se atrevía con la moda del absurdo. Publicó algunos romances, inventó refranes y seudosesudos comentarios de política internacional. Puede el lector figurarse lo que diría bajo el título «Así empezó la guerra de Palestina». Pienso que espigando en la colección del diario «Imperio» se podría componer una curiosa antología al amparo del mismo título de este articulo: «La década zamorana de Gila». He de lamentar con el viejo Tomás Borrás enamorado: ¡Si tuviera veinte años menos!