He colocado el ordenador portátil sobre una encimera de una estancia que sirvió de matadero, cuando mis padres eran carniceros en Pajares de la Lampreana. Bajo la encimera hay leña de encina para encender la chimenea en el invierno y unos cuantos costales fabricados hace muchos decenios en Vezdemarbán. En la pared vertical a la encimera está colgado uno de los aperos que conservo como una reliquia: un arado romano de madera de encina. Virgilio ensalzó la utilidad de este arado en sus «Geórgicas», escritas hace ya más de dos mil años. El arado conserva intactos la cama y el dental, la telera o tirigüela, la mancera, el pezcuño, la reja de rabiza y las orejeras o tornos. Con él roturó mi suegro, Otilio Gómez, sus tierras de la Alta Moraña (Ávila) en los años cuarenta del siglo pasado.

Frente a él hay otro arado de la misma forma pero de hierro, con el que mi padre, Basílides González, labró sus escasas tierras en el término de Pajares. En vez de orejeras, lleva una pequeña vertedera. Tiraban del timón o impuesta dos burros, «Bonito» y «Gallardo». «Bonito» era de mi padre; «Gallardo» de Segundo «El sardinero». No eran ni garañones, ni de la raza zamorano-leonesa. Tampoco tenían acero y plata de luna, como el «Platero» de Juan Ramón Jiménez; pero sí mucho poderío. Es probable que se los compraran a Paco el Gitano en algún 28, fecha en que se celebraba mensualmente la feria de ganado en Manganeses de la Lampreana.

Los arados no están solos; les acompañan una bimadora, collerones, colleras, yugos de vacas y de mulas, sobeos, cornales, una bruza, dediles, un narigón o arigón, una red para acoger la paja de la era y transportarla bajo el bucarón del pajar, una bielda, tranchetes, un pujavante, unas maneas de hierro -parecen unos grilletes- que le compré a un gitano de Toro llamado Juan en el Rastro de Madrid? «¿Maneas?», le pregunté. «En Zamora, me dijo, las llamamos entrabas».

Hay un yugo al que le tengo especial afecto. Se lo compré hace años en el Rastro a un gitano con rasgos de payo. Me pidió por él 1.500 pesetas. Lo examiné y vi que estaba algo deteriorado. Le ofrecí 500 pesetas. Me replicó: «No se lo puedo rebajar. Tenga usted en cuenta que este yugo es de burros de Aliste». Me quedé mirándole mientras pensaba la forma de decirle que era un yugo de vacas. Al fin, le comenté: «¿Me quiere decir dónde le ponían las cornales a los burros? ¿En las orejas? ¿No ve que es un yugo de vacas?» El hombre no se inmutó y me dijo haciendo una cruz con los dedos y poniéndolos en la boca: «Le juro que al que se lo compré me dijo que el yugo era de burros de Aliste. Pero mire, como me ha caído usted bien, se lo doy por mil pesetas». «¿Por qué no lo dejamos en seiscientas?», le contraoferté». «Pues ya que es de vacas, me dijo, se lo doy por las seiscientas».

Los aperos y otros útiles agrícolas que conservo en mi casa natal de Pajares de la Lampreana no son muchos, si se compara con los que poseen algunos amigos como David Salvador en Manganeses de la Lampreana, Belisario Rodríguez en Arquillinos y José María de la Torre en Cerecinos del Carrizal; con ellos se puede hacer un gran trabajo de etnografía rural. Estos zamoranos inquietos y amantes de la cultura tradicional han conseguido realizar con tesón y buen criterio lo que no han sabido llevar a cabo las autoridades municipales. Le propuse al final de los años setenta del siglo pasado al entonces alcalde de Pajares, León Gómez, que aún estaba a tiempo de recoger aperos y útiles de labranza para hacer con ellos un museo, como máquinas de segar y de limpiar, trillos, carros, arados, yugos, etc. No me hizo caso.

La inmensa mayoría de los jóvenes que viven en los pueblos manejan con habilidad el móvil, los iPod, los MP3 y los ordenadores. Algunos ayuntamientos han instalado Wi-Fi e incluso imparten cursos de informática. Esto está muy bien, pero la modernidad no está reñida ni debe sofocar la cultura tradicional. Estos jóvenes no solo desconocen para qué servían estos aperos que utilizaron sus abuelos, sino sus propios nombres, tan ricos y variados. Mi ordenador portátil se aviene muy bien con el arado romano. Les separan dos mil años, pero les aúna la cultura. No en vano Virgilio ensalzó el «arte divino de la labranza».