Fíjate, Gela. Antes de comenzar a escribir, ya se me han acabado las palabras. Es la primera vez que me ocurre. Es tan difícil hablar de ti, tan complejo decirte algo que tú no sepas, que lo mejor que le sentaría a este artículo es poner el punto final. Porque sobran las palabras. Porque no hay palabras. Pero cruzas una etapa de tu vida en la que comienza a hacer frío, y yo quiero darte calor quemando estas cuatro letras.

Tú bien sabes, hermana, lo que siento, lo que sentimos ahora y siempre. Tú sabes bien que sin ti no sé qué sería de mí en Nochebuena. Porque discutes tan bien, con tanto garbo, con tanto brío, que la mesa se convertiría sin ti en un velorio. Dios, cuánta felicidad cuando te veo aparecer en Navidad. Siempre me digo lo mismo: mira, ahí llega un ojo donde meter el dedo?

Cómo no te voy a amar. Tantas cosas juntos desde los días en que, niños asombrados, oíamos caer las corujas del peral que había en el huerto. Recuerdo su sonido sordo en la noche, amortiguado por la nieve del tejado. Aquel estruendo misterioso que hacía acurrucarnos, chocar los patucos de lana o los pies desnudos contra la gurrifa, buscando el calor de la bolsa de agua caliente en aquel mar helado de las sábanas... Por qué nos darían tanto miedo las inocentes peras?

Y luego, la escuela. Yo tú paladín. Niño que tocaba tus trenzas rubias, de trigo candeal, niño que mordía el polvo o el agua del caño. Hasta que la rapacería supo que eras intocable, porque eras hermana de un perro rabioso que te defendía a dentellada limpia.

Tantas cosas juntos desde Madrid. Tantas noches sin dormir aprendiendo Derecho o Literatura, en aquel precioso piso en el que, si llegaba el caso, se comía sobre la funda de la máquina de coser? Tantos menús de lentejas en Casa Centeno. Tanto amor. Tantos sueños?

Te debo mucho, Gela. Te debemos todo. Eres el palo mayor de nuestra pequeña barca que nunca dejas zozobrar aunque soplen malos vientos. Me debes mucho. De alguna forma, me debes los tesoros de tu vida: tu buen marido y tus maravillosos hijos. Porque a tu marido te lo serví yo en bandeja, y sin lo uno nunca hubieras tenido lo otro.

Vaya par de gemelos. ¿Recuerdas cómo nos tuvieron en vilo en aquel parto de los montes que duró una eternidad? ¿Recuerdas cuánto miedo, a través de las cristaleras de la incubadora, porque eran dos criaturas de cristal?

Y luego, lo otro. El dolor que nos arrancó el corazón y nos dejó en el mundo casi huérfanos, con una mujer que tuvo agallas para echarse la manta al hombro y seguir viviendo, cuando lo fácil hubiera sido morir de rabia, impotencia y pena...

Qué dura la vida, hermana. Qué cruel. Menos mal que nos queda mamá y nos quedamos nosotros cuatro, nosotros dieciséis, nosotros diecinueve, nosotros treinta y tantos, tíos y primos del tronco sin par de Pepe López.

Dentro de unos días, Gela, se te partirá el corazón otra vez. Se nos partirá el corazón. Uno de los mocosos se va una larga temporada a Estados Unidos. No te preocupes. Nosotros te daremos nuestro calor. No será como el suyo, pero es de madre, hermanos, primos, tíos y los innumerables amigos que has hecho a lo largo de tu hermosa vida.

Te convoco al festín final. A una mesa juvenil con tus manjares de siempre: el relleno, la costilla, los cachelos, habones con pata y, cómo no, la grasa aquella de las costillas del cordero que siempre te escogía papá y tú arañabas hasta sacarle brillo. Aparcaremos por un día los achaques y el colesterol.

Juntos compartiremos contigo la sal y la vida hasta el final. Porque te amo. Te amamos. Profundamente. A pecho descubierto. Sin trampa ni cartón. Un beso del corazón. Tu hermano.

NOTA. Pongo esta foto tuya con mamá, porque sé que te hará, os hará, una gran ilusión.