Atención a estos versos cervantinos: «Por la canícula ardiente, está la cólera a punto». El calor que da sazón y color a las espigas, aviva los rencores, enciende la cólera y nubla las entendederas. España es una protesta bajo el ardiente sol de julio; peligrosa concurrencia porque la fiebre de los indignados por los recortes sube con los ardores caniculares. Por eso, se hace necesario evitar gestos y llamadas a la épica. Esto es la guerra, ha proclamado un sindicalista famoso por su pertinaz veteranía en la congrua generosa. No parece una mala parodia de una gracia del bueno de Groucho Marx; se ha interpretado como incitación imprudente, «más madera», a numerosos ciudadanos profundamente dolidos por unas medidas gubernamentales que por necesarias que se las vendan, les parecen un castigo excesivo y en ningún caso merecido. No es honesto suponer gratuitamente intenciones malignas, pero es lamentable torpeza mentar la guerra en España, precisamente en el mes de julio. Recientemente unas muchachas que a pecho descubierto invadieron una capilla universitaria, invocaron el 36 a sus compañeras orantes y, con ocasión de la marcha minera sobre Madrid alguien recordó el 34. Se dice que el diablo carga las armas; Belcebú, príncipe de los demonios y padre de la mentira, carga las palabras con pólvora negra. No es de esperar que amaine pronto el temporal que azota al Gobierno desde frentes tan diversos como la minería, el funcionariado, la administración de justicia, los sindicatos, los partidos y... los insaciables mercados.

Mientras el perro del déficit esté vivo, no se calmará la rabia: A corto plazo no van a rendir efectos positivos los recortes y reformas. Y el Gobierno no parece dar con argumentos fehacientes para pedir paciencia a los sufridores de una política de restricciones; no dora la píldora amarga de los recortes con el augurio esperanzador de tiempos mejores; en cambio, suele anunciar medidas de mayor dureza. Tal vez sea absolutamente cierto que Rajoy se ha propuesto no caer en el trampantojo de los brotes verdes; pero algo tendría que intentar para que el personal no caiga en la desesperanza.

No solo ha de justificar su política de ajustes con la herencia recibida, las perentorias exigencias de Europa, las insondables carencias de las entidades financieras, el paro creciente y la consiguiente extensión de la pobreza. Además de intentar convencer al pueblo de que el Gobierno actúa a la orden de circunstancias ineludibles, debería ofrecerle motivos racionales de esperanza, que alguno habrá.

De todo mal puede sacarse algo positivo. Entonces, también de la crisis podría esperarse algún bien, por ejemplo, reformar estructuras y normas que dieron origen al lamentable estado actual del país. Con pasmosa ingenuidad alguien creyó llegado el momento de mandar al limbo los famosos «demonios familiares». No es de esperar tanta felicidad. Al contrario, es evidente el propósito partidista de aprovecharse de la penosa situación del pueblo y de la flojera y dificultades del Gobierno. Ya nadie cree en los cacareados ofrecimientos de colaboración para sacar la nación del profundo atolladero.

Por las trazas, lo que se pretende es la caída del Gobierno de Rajoy para sustituirlo. Por eso la oposición se endurece con un incomparable ejercicio de cinismo, del que parecen darse cuenta a pesar de la evidencia. El pirómano que prendió fuego al bosque, odia al bombero que se arriesga por salvarlo; los que dejaron las cajas exangües y rebosantes de facturas impagadas, piden cuentas por las medidas correctoras; y los que dejaron en el paro a más de un millón y medio de trabajadores, condenan al Gobierno por el aumento del desempleo. Por su parte, los nacionalistas radicales, como siempre a lo suyo; que la ocasión la pintan calva y acaso no se les presente otra parecida a la que ofrece este Estado «residual» en apreciación de un independentista catalán.