El busto de Manuel Azaña -dos veces presidente del gobierno y presidente de la república española durante la guerra civil- fue instalado a la entrada del Congreso de los Diputados con todo el simbolismo en noviembre pasado y se da por hecho que ha sido trasladado, también simbólicamente, al edificio de enfrente, una zona administrativa sin carácter simbólico.

Por su naturaleza simbólica todo lo que le afecta a un busto es simbólico. El representante de Izquierda Republicana -el partido de Azaña, hoy en IU- se queja de que lo hayan instalado junto a la puerta de los lavabos y sin placa que lo identifique. Los lavabos son muy simbólicos, pero mucho más cuando se habla de un busto, ya que aunque tenga nariz, carece de olfato (entiéndase el apéndice nasal como símbolo del sentido). La falta de identificación hace que cualquiera sepa que el busto simboliza algo pero muchos no sepan a quién o qué.

Los señalados como responsables del traslado, Jesús Posada, presidente del Congreso, el PP y CiU, niegan cualquier simbolismo y alegan razones estéticas, técnicas o de agrupamiento de bustos de políticos ilustres. El agrupamiento parece resumir las dos anteriores y suena un poco a reunificación familiar y otro poco a reunión de objetos parecidos, desprovistos de simbolismo, como un tetris histórico en una esquina del trastero. Ante a eso, Isabelo Herreros, dirigente de IR, dice que mientras Azaña es trasladado a las oficinas, en el simbólico edificio histórico, permanecen los retratos de tres presidentes de las Cortes durante la Dictadura. «La derecha nos acusa de estar obsesionados con la memoria histórica», concluye Herreros, acaso reprochando la suya a la derecha.

Lo más pelmazo de lo simbólico es que la presencia simboliza tanto como la ausencia y tan simbólica es la instalación como la retirada. Los símbolos religiosos nos lo han enseñado muy bien.