Se ven parejas o grupos de jóvenes en las calles de nuestras ciudades haciendo juegos malabares para atraer la atención de los transeúntes y pedirles una moneda. Y le recuerdan a uno a veces a los tristes saltimbanquis, a las gentes del circo que pintó Pablo Picasso en su período más lírico.

Se llenan las plazas, como la madrileña Puerta del Sol, de estatuas vivientes que simulan extravagantes personajes y aguantan imperturbables en las más incómodas de las posturas, aunque éstas impliquen siempre truco, a que alguien les eche un euro en el platillo que tienen delante.

La crisis hace que se agolpen cada vez más personas a las puertas de los comedores sociales, acudan al cierre de los supermercados o busquen en los contenedores de basura para ver si pueden recoger algún alimento a punto de caducar o ya caducado, que el hambre no hace ascos a nada.

Mientras tanto, leemos que algunos ayuntamientos, entre ellos los madrileños de San Sebastián de los Reyes y Alcalá, han decidido acabar con el privilegio de que goza la Iglesia y reclamarle el impuesto de bienes inmuebles porque no está el horno para bollos.

Pero al mismo tiempo, la alcaldía de la capital asegura por boca del Partido Popular que no cobraría ese impuesto a la Iglesia, aunque se lo permitiera el Concordato, como reconocimiento a «la función social de la iglesia, que en estos momentos de crisis se ha redoblado de una forma muy importante».

Erosionamos progresivamente el Estado de bienestar con el pretexto de la crisis aunque por motivos exclusivamente ideológicos y dejamos que algunas de sus funciones las recupere la Iglesia. Beneficencia, limosnas y sopa boba, la que daban a los pobres en los conventos.

Todo como en otros tiempos. Siempre habrá ricos y pobres, dice la Iglesia. Y mientras se vacían los templos, se llenan sus comedores.