Es que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades». Puede que esta sea la frase más manida del argumentario de andar por casa sobre la «bicha» y sus terribles consecuencias. Pero en todo hay grados y a la hora de repartir los papeles en el desastre, también los hay. El último dato eleva la morosidad en los créditos bancarios hasta superar el 8%. A la inversa, entonces, un 92% de los deudores cumple meticulosamente con el pago de cuotas. Es más que probable que la mayoría de ese 92% sean morosos de hipotecas y muy pocos los que hayan usado el crédito para comprarse yates o financiar aeropuertos donde no aterrizan ni despegan aviones. Si aceptaron unas condiciones por encima de lo que sus rentas les permitían a largo plazo fue, sin duda, con la aquiescencia de las entidades bancarias que entonces no hacían ascos a ninguna nómina por esquelética y temporal que fuera. Lo que contaba era el negocio, como ahora, pero con distintas interpretaciones según el momento.

Ahora, a los bancos los rescatamos con dinero de los impuestos con los que también se financia, pero cada vez menos, bienes básicos como la Educación o la Sanidad. A ese 8% de morosos, con suerte, los rescata su familia para ayudarlos a sobrevivir y ampararlos tras el desahucio. ¿Vivían por encima de sus posibilidades? Más bien vivían por debajo de los derechos que garantizan, en la teoría, acceso a un trabajo y a una vivienda dignos. Mirándolo desde la perspectiva actual, si vivieron de algo era de sueños acunados con la nana publicitaria del disfrute hoy y pague cuando quiera. Las tijeras no se aventuraban entonces ni siquiera en el plano onírico. Hicieron lo que se esperaba de ellos, y ellos no esperaban encontrarse en el filo de la navaja solo meses más tarde: parejas que no contaban quedarse ambos en el paro, ni con que la descomunal cuota de hipoteca acabara por arrastrarlos a la calle.

El «derroche» lo han pagado con creces. Ese televisor de plasma que compraron a plazos para la anterior Eurocopa ha estallado como lo hizo la famosa burbuja de un crecimiento falso asentado en dinero que iba y venía, que cambiaba de manos pero que nunca era el resultado de una economía productiva, sino el globo que hizo levitar a fenómenos empresariales como «El pocero». Los bancos ya se aprestan a deshacerse del ladrillo tóxico, reduciendo, de paso, el patrimonio de aquellos que se empeñaron hasta las cejas para conseguir un piso en suelos recalificados en operaciones urbanísticas vertiginosas y, sobre todo, muy rentables.

«Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades», señalan con el dedo acusador en un intento de diluir responsabilidades. Perdonen, pero ese no es el caso de la mayoría, que ha visto como la vida se disparaba con la entrada en vigor del euro, a un ritmo mucho mayor que la subida de los salarios en estos once años. Y el juego sigue: no hay quien pare a los que un día deciden acabar con los fondos de pequeños ahorradores desplomando valores en Bolsa que al día siguiente se recuperan en una suerte de milagro más inexplicable que el del pan y los peces. Sí, tal vez haya gente que se haya dado la gran vida todo este tiempo. Pero esos no cuentan para la crisis. Vivieron y siguen viviendo por encima de las posibilidades de los demás.