La mítica Encyclopaedia Britannica deja de imprimirse. Si no la tiene en su biblioteca y desea hacerse con ella, aún está a tiempo, porque quedan en almacén unos cuatro mil ejemplares. La empresa ha decidido centrarse en la edición online, que permite una actualización permanente de contenidos y una base de datos virtualmente infinita. La edición impresa «se ha hecho difícil de mantener», según su presidente. No es raro que cueste de vender, si ella misma ofrece lo esencial de su contenido, gratis, en la web. Y si no lo hiciera, los usuarios tienen la Wikipedia como alternativa. Ya hace mucho que ningún niño pide a sus padres una enciclopedia para estudiar.

El fin de la Britannica encuadernada es un golpe bajo para quienes aman las estanterías repletas de volúmenes. Apunta hacia el fin de un ciclo de milenios, durante los cuales se ha venerado la posesión física de la palabra, desde los jeroglíficos sobre papiro hasta la cuatricromía en offset. En los que una sociedad se consideraba avanzada cuando los ricos presumían de tener una gran biblioteca, aunque nunca hubieran abierto las vitrinas. En los que Guillermo de Baskerville se jugaba la vida para salvar el tesoro libresco de un monasterio y su antagonista, Jorge de Burgos, envenenaba las páginas de Platón para matar a quienes se instruyeran sobre la risa. Ahora, un solo aparato lector de libros electrónicos puede almacenar 1.400 en su memoria, y acceder a varios millones depositados en «la nube». Es así como la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos ocupa lo mismo que el folleto de ofertas del supermercado.

Pero cabe preguntarse por la solidez de esos nuevos soportes. Los jeroglíficos han llegado hasta nosotros en papiros, muros y sarcófagos. La piedra Roseta que permitió traducirlos es un objeto muy físico, nada digital. La palabra escrita en una superficie sólida es una interfaz notable, de acceso directo y de gran duración. Quien haya guardado sus conocimientos en uno de aquellos discos magneto-ópticos para los que no se encuentran lectores, o en una cinta de vídeo de un sistema descatalogado, o en un disco duro que va y se estropea, puede entender la diferencia. Un par de ojos es lo único que se necesita para acceder a un libro impreso. Y en la biblioteca de casa está al resguardo del daño que las tormentas de la política y la economía le puedan hacer a la famosa nube. No hay duda que ya ha pasado el tiempo en que había «solo» libros impresos, pero sería bueno concederles un «también».