Con mucha solemnidad y boato se han celebrado en Cádiz los fastos del bicentenario de la Constitución de 1812, aquella que unos cuantos liberales y otros no tanto consensuaron en una situación muy difícil para el país -la patria, se decía entonces- y que tuvo el mérito, que ya era necesidad, de frenar los poderes absolutistas y casi medievales imperantes hasta entonces -y que volverían a imperar, tampoco vale engañarse- y dotar a los españoles de un código de derechos y libertades que los reconocía como ciudadanos. Con muchísimas limitaciones, desde luego, condicionadas por la época y la situación general pero que resultaría un evidente primer paso, por mucho que luego el camino se viese cerrado por otras varias duras y diversas circunstancias históricas.

Una característica de la Pepa, como se la conoció y se la sigue conociendo por ser proclamada un 19 de marzo, que entonces no sería día del padre, claro, pero ya era día de san José, en una España de tan acendrada religiosidad, era que reunía no solo la voz y el espíritu de lo liberal y de los liberales, sino también muchas de las inquietudes y aspiraciones que el pueblo mantenía, recogiendo y haciendo propio lo que era también el sentir de la calle. Por más que, como pasa con la Constitución actual, resultase más teórica que práctica a la hora de la verdad. Los frutos de la Pepa donde acabaron notándose más fue, a la postre, en las colonias de allende el océano cuya mecha de la independencia quedó prendida definitivamente tras los aires liberalizadores que iban llegando de Cádiz y que pusieron fin al imperio.

Y es que, en realidad, aparte de ser cartas de buena voluntad y de normas de convivencia en libertad, tampoco se puede fiar el desarrollo de una sociedad en exclusiva a su Constitución. Ahí está la Constitución que se dio a sí misma la España en democracia de la transición con los derechos, entre otros, al trabajo y a la vivienda dignos y para todos. Fue una ley de leyes elaborada por unos representantes de los partidos que intentaron aunar demasiados conceptos de libertad e igualdad, tras cuatro décadas de carencia, pero sin tener en cuenta para nada el futuro. Modificaron España administrativamente sin tener en cuenta lo que iba a costar aquello y sellaron con un broche difícil de abrir la posibilidad de cualquier cambio fundamental sobre la marcha, convirtiendo la norma en una especie de reliquia política.

Eso sí, la gente se aprendió entonces de memoria todos sus derechos, los universales y los nacionales, aunque no ocurriera nunca lo mismo con las obligaciones y los deberes, que igualmente fija la Carta Magna. Es indudable que tanto la Pepa, hace doscientos años, como la actual ley de leyes sirvieron históricamente a los españoles en su difícil momento pero la Constitución vigente tiene que tratar de dar respuestas válidas y seguir sirviendo a los ciudadanos en la vida real, en la práctica cotidiana y no quedando solamente en letra impresa. La efeméride que se ha celebrado debiera servir de reflexión a los gobernantes, a los partidos y a las fuerzas civiles para poder modificar la Constitución cuando y cuanto sea preciso para el Estado, como puede ser ahora en tiempos de crisis y de forzosa austeridad.