A veces puede ser cierto aquello de que no hay mal que por bien no venga. En otras ocasiones, el mal viene simplemente por el mal y ni un solo elemento positivo se puede extraer de él. Suena la voz de María Callas mientras escribo.

Iba a hacerlo, creo, de cómo la crisis de enormes proporciones en la que vivimos inmersos, hace ya tanto tiempo que ni nos acordamos de cuándo empezó, puede traer algún resultado positivo para un país que solo ahora empieza a percibir la insostenibilidad de su actual estructura administrativa territorial. La puesta sobre la mesa como una baraja de cartas desplegada de la retahíla de deudas y compromisos incumplidos de nuestros ayuntamientos y diputaciones mostrando la desproporción entre el número de administraciones existentes y el volumen de lo que es necesario administrar, puede permitir que se empiecen a tomar soluciones. A adecuar nuestro gasto público a lo que permiten los recursos que podemos generar o aportar.

Tal vez, a última hora, iba a cambiar el objeto de mi escritura para hacerlo sobre la polémica suscitada en torno al anuncio de una conocida marca de ropa y complementos de lujo, en la que un pequeño catálogo de jóvenes con apellidos conocidos basan su paso a la edad adulta alrededor de la figura de un bolso que cuesta más de lo que ganan en un mes la inmensa mayoría de los pocos jóvenes que tienen la suerte de contar con un puesto de trabajo.

No lo sé, suelo dejar que el mal llamado azar decida por mí en ocasiones el tema de mis columnas. En esas estaba, cuando un mazazo, no por ya anunciado menos duro, hizo que entre «Casta Diva» y «La Mamma Morta», la Callas guiara mi pensamiento hasta un instante, apenas un puñado de segundos hace ya unos cuantos años. Entendí que de las casi 500 palabras de este artículo, solo el último párrafo es lo que quería escribir.

Fue durante la salida del Museo de Semana Santa de la última procesión del Santo Entierro a la que acudí como miembro de la corporación municipal de Zamora. Me hizo señas desde su lugar, escoltando ya el paso de Benlliure al que siempre acompañaba en su recorrido fúnebre. Me acerqué hacia él, estiró su brazo y puso en mi mano una pequeña fotografía que aún guardo en mi cartera. En el anverso «El Descendido», magnífica y desgarrada representación del dolor físico y el sufrimiento psicológico que supone la muerte. El Hijo que yace en brazos de su madre, esculpidos ambos en una sola pieza, como vida y muerte son también una única secuencia. Inescindible continuidad. En el reverso solo dos palabras. Una la que a él le ha faltado para vivir lo mucho que aún le quedaba, «Suerte». La otra su apellido, el nombre por el que todos le conocíamos, «Rivera». Ahora «burula» acogido en los brazos de su Cristo. Descansa en paz, amigo.

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