Si todos creyesen que la huelga general del día 29 va a ser un fracaso, no pondrían tanta pasión en el vaticinio. Y si estuvieran convencidos de que los sindicatos «ya» no pintan nada, evitarían perder el tiempo en virulentas descalificaciones. Bastaría verlas venir. Y no solo aludo a la clase política, también a la mediática y alguna otra. La durísima coyuntura nos hurta muchas cosas, entre ellas el sosiego recomendable para afrontar objetivamente la realidad. Huelgas anteriores pincharon por la improvisación sin precalentamiento, o porque los convocados demostraron mayor sensatez que los convocantes. No es el caso de la anunciada, cuyo proceso acumulativo de razones incluye la evidente disponibilidad negociadora de las centrales sindicales para suavizar recortes y reformas draconianos, en un diálogo frustrado en parte por la inhibición del gobierno. Empresarios y sindicatos intentaron moderarse recíprocamente, desterrando maximalismos. Perfeccionar en lo posible este acercamiento exigía la interlocución directa del Gobierno, sentado a la misma mesa como ocurrió en los Pactos de la Moncloa. Pero la hoja de ruta estaba previamente trazada por los líderes comunitarios y los eurócratas. Sin margen de maniobra no cabe negociar, pero ¿es cierto que no hay margen?

Esta huelga puede fracasar, como ha ocurrido con las griegas, portuguesas o italianas, cuyo triste corolario es el endurecimiento de las condiciones de vida por sucesivas vueltas de tuerca desde los centros de poder. Aunque el llamamiento tenga efectos masivos, nada garantiza una inflexión en los motivos que la producen. El presidente Rajoy y sus ministros lo descartan a diario, probablemente con más tristeza que autoritarismo. La crisis no da para más. Perderá el país una jornada de trabajo y producción, sin beneficio para nadie. La manipulación está en atribuirle móviles políticos, como si no bastaran los laborales y salariales, o no estuviera a la vista que nadie va a cortar el cupón de un fracaso, como tampoco de un éxito sin resultados prácticos. La experiencia regresiva de los países citados habla por sí sola.

Quizás sea cierto que un Gobierno no puede supeditar la firmeza de sus decisiones a la presión de una huelga general, pero también lo es que sin sindicalismo no hay democracia. Otra cosa es el repertorio de gestos posibles para aliviar el rigor extremo en aras de la estabilidad social. Ni siquiera los que la sigan encontrarán en la huelga plato de gusto. Pero la hoja de ruta para salir de la crisis ya ha matizado alguna de sus etapas por la fuerza de los hechos, descubriendo variables que parecían vetadas y, sobre todo, un cierto margen de decisión unilateral. Rajoy lo ha demostrado adecuando un déficit utópico, y es de esperar que tenga ideas para reducir el sufrimiento de los trabajadores, como ha ocurrido con el de los empresarios.