La viabilidad del Estado de las autonomías pasa indefectiblemente por una reforma de la estructura de la Administración, y creo no equivocarme si digo que el propio Rajoy estará en ello una vez pasen las elecciones andaluzas. El nuevo objetivo de déficit planteado por el presidente para este ejercicio no supone renunciar al 3% pactado para 2013, lo que, en términos cuantitativos, significa que el régimen de adelgazamiento decretado para las autonomías -más de 14.000 millones este año- es irrenunciable. El ministro Montoro tiene el encargo de apretar el cinturón autonómico y eso obligará a que el atávico pánico a la reestructuración administrativa se tenga que acometer en el corto plazo porque ya no es una cuestión de imperativo de los socios europeos o de los mercados, sino de la propia sostenibilidad de los servicios esenciales. Y, sin duda, algo más tiene que cambiar para que el Estado de las autonomías adquiera su pleno sentido sin que ello menoscabe la legítima pluralidad. Pero mientras el autonomismo se entienda por parte de algunos como el hecho diferencial que otorga a unos ciudadanos más privilegios que a otros, mal vamos. A estas alturas, y con la mano en el corazón, ¿quién identifica autonomismo con igualdad de trato de todos los españoles? Es justo lo contrario lo que propugnan muchos líderes regionales y lo que finalmente demuestran los hechos. Son años ya escuchando eso de que las mismas competencias no las pueden asumir diferentes administraciones y, lamentablemente, quizá la falta de presupuestos públicos vaya a ser lo que acabe ordenando ese desaguisado. A la fuerza ahorcan. En síntesis, es momento de ejercer la política con mayúsculas, donde los consensos deben primar por encima de las luchas fratricidas y los estériles desencuentros partidistas. Pero esto es otra reforma para la que se necesitará, además de tiempo, aún mayor altura de miras.