Menudo escándalo se ha montado porque unos investigadores italianos mantienen que matar a un recién nacido tiene la misma importancia moral que abortar a un feto. Los doctores Alberto Giublini y Francesca Minerva, de la Universidad de Melbourne, incluso han recibido amenazas de muerte por sugerir en un artículo publicado el pasado día 23 de febrero en la revista Journal of Medical Ethics que es perfectamente lícito matar a un recién nacido que cumpla los criterios según los cuales se le habría podido abortar.

Estos dos especialistas en bioética han decidido quitarse las caretas, y mostrar el verdadero rostro de la «cultura de la muerte». En el artículo titulado «el aborto del post-nacido, ¿por qué debe vivir el bebé?», ponen de manifiesto la cruel coherencia del pensamiento abortista: ¡qué más da dentro que fuera del seno materno!, ¡qué más da que haya vida! Los dos bioéticos afirman claramente que «debe ser permitido el «aborto del post-nacido» -matar al recién nacido [sic]- en todos los casos en los que es permitido el aborto». ¿Terrorífico? Congruente, diría yo. Es un peldaño más de la misma escalera de muerte.

Algunos se han rasgado las vestiduras ante tal propuesta deshumanizada, pero a mí me parece desproporcionado e hipócrita. Si uno es coherente con sus principios, y defiende la licitud del aborto, no puede menos que estar de acuerdo con el planteamiento que propugna la licitud moral del aborto post-parto. ¿Qué más da que la interrupción de la vida se produzca antes de la salida del útero que fuera de él? Seguirá siendo la misma realidad.

Hay anomalías que no son detectables antes del parto, por ejemplo la asfixia perinatal, que puede ser tan nefasta para el bebé como muchas de las enfermedades por las que es lícito solicitar un aborto. Pero además hay casos que no se detectan en un diagnóstico prenatal. En un estudio de 18 registros europeos entre los años 2005 y 2009 se ha visto que solo se diagnosticaron el 64% de los casos de Síndrome de Down. ¿Qué pasa con los 36% restantes? Por el hecho de no haberse detectado la enfermedad a tiempo, los padres tendrán que aguantarse con un hijo defectuoso toda su vida. Su decisión, de haber conocido el estado de su hijo antes del nacimiento, habría sido la de abortar a ese niño.

En esta lógica utilitarista, se entiende que los investigadores llamen a esta propuesta «aborto post-parto», en lugar de «infanticidio», que tiene connotaciones mucho más negativas. Es un caso más de manipulación del lenguaje. Siguiendo esta lógica, matar a un recién nacido sería éticamente permisible en las mismas circunstancias en que lo sea matar a un feto. Si se afirma que un feto es un ser humano, pero que solo es una persona en potencia, resulta fácil y consecuente afirmar que un recién nacido es sólo una persona en potencia y, por tanto, puede ser igualmente destruido.

Lo que nunca han discutido los autores es la realidad de la vida concebida. La ciencia médica y la biológica lo han confirmado, hace tiempo: vida distinta a la madre desde el momento de la concepción. Eso lo admiten. La cuestión ya no es la vida, es el desprecio a la vida ajena. Es simplemente una opción miope y cínica que legitima el individualismo utilitarista del más fuerte.