André Villas-Boas, ex entrenador del Chelsea, dice que el presupuesto de su ex equipo no puede competir con los presupuestos del Manchester United o del Manchester City. Bien. En primer lugar, el Chelsea es propiedad del multimillonario ruso Román Abramovich, que ha gastado millones y millones de euros en jugadores buenos, bonitos y caros. Fernando Torres dejó Anfield por Stamford Bridge no porque le guste más el color azul que el color rojo, sino porque Abramovich puso encima de la mesa una cantidad indecente de dinero. ¿Se acuerdan de esa escena de la película «Pretty woman» en la que Richard Gere lleva de compras a Julia Roberts y exige a los dependientes de las tiendas más exclusivas que les traten con el máximo respeto (bueno, que les hagan la pelota) porque pretende gastarse cantidades indecentes de dinero? Pues eso es lo que hace Abramovich con sus entrenadores. ¿Quieres a Fernando Torres, cariño? Pues ahí lo tienes. Así que escuchar los lamentos de Villas-Boas en la Premier League es como si en «Pretty woman» tuviéramos que escuchar a Julia Roberts quejarse por tener que ir a una fiesta vestida con harapos. Vale. En segundo lugar, la protesta de Villas-Boas encierra una enseñanza: sin dinero no hay rock & roll, es decir, sin dinero no hay campeonatos.

En el suelo de una de las casas de Pompeya se encontró un mosaico con la inscripción «Salve, lucrum», que podría traducirse así: «Bienvenido sea el dinero». Todos los clubes de fútbol deberían encargar una réplica del mosaico pompeyano con sus colores y venderla en las tiendas junto con la equipación de Messi, Cristiano, Llorente o Michu. Bienvenido sea el dinero para comprar a Falcao o a Cazorla. Bienvenido sea el dinero para tener contentos al «Kun» Agüero y a Cesc. Bienvenido sea el dinero que habría permitido al Sporting retener a Diego Castro y comprar un delantero centro que, por Dios, meta goles. Bienvenido sea el dinero que hace posible que La Masía sea algo más que una bonita postal. Bienvenido sea el dinero que paga la profundidad de un banquillo, el fondo de armario de una plantilla, el ejército de reserva de un equipo. Bienvenido sea el dinero con el que Richard Gere paga los collares de Julia Roberts, las fresas, el champán y la factura de un exclusivo hotel. Bienvenido sea el dinero con el que Florentino Pérez compra todo lo que sueña Mourinho. Decía Schopenhauer, con su habitual habilidad para agriarnos un poco la existencia, que toda vida humana, contemplada en el lapso de una semana, es comedia y vodevil, pero contemplada la vida entera, es una tragedia. El fútbol semana a semana es (o debería ser) una comedia o un vodevil que ilumine la charla en el café, pero contemplada la temporada entera es una tragedia de cuentas, balances, ingresos, deudas, altas, bajas, fichajes, fisquitos, ofertas, descuentos, novedades, inversiones y riesgos. Pasta. Dinero. El Chelsea sin dinero es como Julia Roberts sin Richard Gere. Sin dinero, no hay champán y fresas en la habitación del hotel.

Y, sin embargo, a los futboleros no nos importa el dinero. Dicen que Hegel escribió la «Fenomenología del espíritu» al son de los cañones napoleónicos, que es como si san Juan de la Cruz hubiera escrito su «Cántico espiritual» en la ruta del bacalao. Los futboleros somos, a nuestro modo, hegelianos que edificamos nuestra fenomenología mientras suenan los cañones del dinero de Abramovich o Florentino Pérez. Dicho de otra manera, todos los futboleros somos místicos concentrados en ese cántico espiritual entonado desde la grada de Anfield o los sofás de nuestras casas. Que sí, que ya sabemos que el mosaico pompeyano presenta una verdad futbolísticamente (y no sólo futbolísticamente) tan atronadora como los cañones de Napoleón o la música bacalao. Que sí, que es cierto que a veces los futboleros nos comportamos como Julia Roberts en «Pretty woman» y disfrutamos de la habitación de un buen hotel sin pensar en el mañana. Que sí, que una jornada futbolística es una comedia y el fútbol es una tragedia. Pero qué quieren. Los fines de semana nos sentamos en la grada de un estadio o en el salón a ver un partido de fútbol y no nos importa quién, y por qué, paga las fresas y el champán.